La madrugada de verano tenía un pulso propio: ventiladores que giran como lunas domésticas, autobuses raros que cruzan con paciencia y una tibieza que entra por la ventana como un gato manso.
El apartamento estaba en el piso doce. Desde el balcón se veía el río con su cinta oscura y, más lejos, un puente parpadeando como si guiñara a intervalos calculados.
Ella había dejado las persianas a media asta, el vaso de agua a medias y un libro abierto al revés, como una tienda de campaña mínima sobre la mesa.
—Pensé que no subirías —dijo, sin sorpresa y sin reproche, apenas con la sonrisa de quien ya conoce el resto del diálogo.
Me quité los zapatos en la entrada para no despertar al vecindario. El parquet guardó mi huella tibia y un olor a jazmín se coló desde el pasillo.
La cocina tenía imanes de lugares visitados y un cuenco con limones sobre el que ella escribió, con marcador, «sol guardado». Le pedí un vaso; me sirvió agua fría y el hielo cantó su nota breve.
—¿Te diste cuenta? —preguntó—. En verano, la ciudad habla más bajito.
Nos asomamos al balcón. Abajo, alguien tarareaba una canción vieja; arriba, un avión dibujó una ruta que nadie seguiría. El viento era un ventilador gigante y nos regaló un descanso en la nuca.
Le aparté un mechón de la frente. En la esquina del ojo dormía un resto de rímel que la volvía más real. «Dejémoslo ahí», bromeé. «Es mi talismán», respondió.
Entramos al living. Apagó todas las luces menos una, que dejó ardiendo como una brasa en la repisa. El sofá nos recibió con la elasticidad exacta de una tarde larga.
Hablamos de veranos pasados: una tormenta en otra ciudad, una pileta prestada, una lista de canciones escrita en servilletas. Cada recuerdo era una ficha de dominó que empujaba a la siguiente hasta armar una línea suave de confidencias.
El ventilador del techo marcaba compases sobre las paredes. Cuando el silencio se instaló, no vino como un corte, sino como una modulación. La respiración de ambos le encontró el ritmo y lo hizo propio.
El primer beso fue sin aviso, de esos que agradecen su propia decisión. Tibio, lento, con gusto a agua fría y promesa.
Ella me tomó la mano y la llevó a su mejilla, luego a la curva de su cuello, como quien da instrucciones de vuelo sin hablar. Yo entendí que la madrugada sabía la coreografía.
—Quédate hasta que el puente cambie de color —propuso—. Dicen que a las cuatro se vuelve casi blanco.
Dejé el vaso en la mesa. El cristal sudaba como si también tuviera calor. Nos mudamos al suelo, espalda contra el sofá, y el piso estaba cómodo como un domingo.
Desde el dormitorio llegó el rumor de una cortina moviéndose despacio. El departamento entero tenía la cortesía de acompañar sin molestar.
Ella apoyó la cabeza en mi hombro y dejó caer un suspiro que fue, al mismo tiempo, un permiso. El segundo beso llegó con más aire y menos apuro, una firma más clara.
—¿Te pasa que a esta hora todo lo importante se vuelve fácil de decir? —preguntó.
—Me pasa que se vuelve verdad —contesté, y su risa fue un aplauso bajito.
Hicimos un inventario corto de certezas compartidas: que el jazmín dura más en agua fría, que algunos puentes tienen días buenos, que los veranos de la ciudad huelen a pan tardío y baldosas mojadas.
El reloj del microondas marcó 3:14. Ella dijo que le gustaba ese número porque parecía una contraseña. Yo asentí con solemnidad de juego.
Nos levantamos para abrir más la ventana. El aire se coló con un rumor de árboles que no veíamos. Las luces del puente cambiaron de un azul cansado a un gris casi plateado.
—Va a llover mañana —predijo—. La ciudad está juntando ganas.
En el pasillo, la penumbra doraba las fotos de viajes: un faro, un mercado, una plaza con sillas verdes. Ella señaló una: «Allí aprendí a esperar sentada». «Aquí aprendí a no llegar tarde», completé.
Volvimos al living y la madrugada nos había ganado un tono. Había en el ambiente una confianza que sólo aparece cuando la noche, sin alardes, decide quedarse de nuestra parte.
Apoyó su frente en la mía, como quien corrobora un dato. La proximidad tuvo la geometría de algo mil veces sabido. Un roce de nariz, una risa, un silencio que dijo sí.
La tercera vez que nos besamos, la brasa de la repisa parecía haberse acercado dos centímetros. No hacía falta más luz.
Desde la calle llegó el sonido de una bicicleta cambiando de marcha. «Alguien va a abrir una panadería», dijo. «O va a escribir un poema», respondí.
Los minutos se fueron como peces chicos en un riacho: invisibles y constantes. Quise retener uno con la mano, sólo por capricho, pero se me escapó con elegancia. Ella me miró como quien sabe que también lo vio pasar.
—Quedémonos con la sensación —propuso—. Lo que no se puede archivar suele ser lo mejor.
En la cocina, cortó un limón y exprimió apenas unas gotas sobre dos vasos de agua. Bebimos en silencio. El ácido nos devolvió a un ahora más nítido.
La ciudad asomó su primer camión de basura. Un vecino cerró una ventana con suavidad de buen vecino. El puente aclaró otro paso hacia el blanco.
Nos sentamos en el marco del balcón, piernas colgando al vacío seguro de doce pisos. Ella apoyó su mano sobre la mía, apretó un segundo, soltó.
El 3:59 parpadeó en digital verde. Cuando la hora cambió a 4:00, el puente efectivamente se volvió casi blanco. Aplaudimos despacio, como si alguien hubiera logrado una hazaña íntima.
—Te debo un desayuno —dijo—. Y un paseo por el parque cuando baje el calor.
—Yo te debo un verano —contesté, sin miedo a la hipérbole.
Volvimos al living. La brasa de la repisa todavía tenía cuerda. El último beso fue el más sencillo: un «buenos días» adelantado. A veces la madrugada permite esas licencias.
Cuando me fui, descalzo otra vez, la puerta no chirrió. En el ascensor, mi reflejo traía una sonrisa nueva. Al salir al portal, el aire ya tenía olor a pan.
Miré hacia arriba: en el balcón, su silueta saludó con la mano. Guardé el gesto en el bolsillo, como se guarda un billete dedicado. El verano, obediente, prometió repetirse.