Estaba en Nueva York por una convención empresarial. Me hospedé en un hotel de lujo y esa noche hubo una cena con otros directivos. Entre ellos, un hombre afroamericano, alto, imponente, con traje ajustado y una sonrisa que desarmaba. Se llamaba Marcus. Durante la cena, nuestras miradas se cruzaban una y otra vez. Sabía lo que iba a pasar antes de que ocurriera.
Subimos a su habitación sin decir mucho. Apenas cerró la puerta, me tomó del cuello y me besó con fuerza. Me arrancó el vestido y me cargó como si no pesara nada. “Quiero probar cada parte de ti, latina caliente…” Me tumbó en la cama y bajó por mi cuerpo hasta enterrarse entre mis piernas. Su lengua era salvaje, me devoró por completo. Me hizo venirme dos veces sin tocarme con los dedos.
Cuando me tuvo lista, sacó su miembro… enorme. Lo vi y tragué saliva. “¿Preparada para algo real?” Me lo metió despacio… luego más y más, hasta que sentí que me habría por completo. Me cogía con fuerza, sujetándome de las caderas, embistiéndome con pasión. Cada gemido mío lo volvía más salvaje. Me hizo gritar, sudar, pedir más. Me dio la vuelta, me la metió de perrito, luego me puso de lado, encima, contra la pared. No había postura que no me hiciera tocar el cielo.
Al final, acabó dentro de mí con un rugido. Me miró, sudando, y dijo: “Esto… no será la última vez.” Y no lo fue. Desde entonces, cada vez que voy a Nueva York, el negocio no es lo único que cierro.