Una Lección Privada con la Profesora de Inglés
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Recuerdo que yo odiaba los lunes. El instituto era aburrido, los compañeros indiferentes, y los profesores repetitivos… salvo por ella. La profesora Elena. Una mujer de treinta y cinco años, piel clara, gafas finas, labios rojos siempre bien delineados, y una elegancia que contrastaba con su figura deliciosamente curvilínea. Daba clases de inglés con acento británico, pero yo solo podía concentrarme en su escote, en cómo mordía la punta del bolígrafo o en el vaivén de sus caderas al caminar entre los pupitres.
Un día entregué un trabajo con un mensaje oculto entre líneas. Usé frases de doble sentido. Cuando me llamó a su oficina, pensé que me reprendería. Pero no. Cerró la puerta, me pidió que me sentara y me miró fijamente. “¿Crees que no entiendo las insinuaciones?” —dijo mientras se sentaba sobre su escritorio con las piernas cruzadas—. “¿Quieres aprender inglés… o deseas que te enseñe otras cosas?” Me quedé sin palabras. Ella se acercó, se quitó las gafas y me susurró: “Pronuncia ‘pleasure’…”
Antes de que pudiera repetirlo, tomó mi rostro y me besó con una intensidad que rompió cualquier norma. Sus labios eran suaves, pero su lengua me devoraba. Me guiaba con maestría. Me empujó hacia su silla, se arrodilló frente a mí y bajó mi pantalón. Su boca me envolvió por completo. Cada movimiento de su lengua era como una clase intensiva de placer. Me miraba mientras me chupaba con devoción, como si enseñarme el alfabeto del deseo fuera su verdadera vocación.
La levanté con desesperación, la giré sobre el escritorio y le levanté la falda. No llevaba ropa interior. Su vagina estaba tan mojada que chorreaba entre sus muslos. Me deslicé dentro de ella lentamente, sintiendo cómo me apretaba desde el primer segundo. Ella gemía en inglés, jadeaba en español, y gritaba mi nombre como si estuviera recitando un poema prohibido. La tomé del cabello, la embestí con fuerza, y le dije al oído que ya había aprendido todo lo necesario.
Cambiamos de posición. Ella se sentó sobre mí, rebotando con maestría, sus senos brincando frente a mis labios. Me acariciaba el pecho y me decía “You’re my best student”. Me vine dentro de ella sin detenerme. Nos quedamos abrazados un rato, respirando el mismo aire, sudados y satisfechos.
Desde entonces, tengo clases extra cada viernes por la tarde. No hay deberes, no hay reglas. Solo hay gemidos, caricias y exámenes orales que terminan siempre con una nota excelente. Aprendí más inglés en su cuerpo que en todos los libros. Y ella… se asegura de que nunca olvide ninguna lección.