Siempre recordaré aquel verano en el que me mudé al edificio donde conocí a Clara. Ella vivía en el departamento de al lado, una mujer madura de mirada intensa y sonrisa traviesa. Yo apenas pasaba de los veinte, y cada vez que coincidíamos en el ascensor, sentía cómo mis mejillas se encendían sin poder evitarlo. Había algo en su voz pausada, en sus movimientos seguros, que me atrapaba por completo.
Durante semanas, nuestros encuentros fueron fugaces: un saludo apresurado, una broma sobre el clima, un cruce de miradas demasiado largo como para ser casual. Hasta que una tarde calurosa, cuando el aire parecía derretirse en las paredes, la escuché golpear mi puerta. Vestía un vestido ligero que dejaba sus hombros descubiertos, y traía en la mano una botella de vino blanco.
—¿Te animas a compartirlo conmigo? —preguntó con naturalidad, aunque sus ojos brillaban con algo más.
No pude decir que no. Entró a mi sala como si fuera su territorio, se descalzó y encendió el ventilador. Me ofreció una copa, y entre conversación y risas, el ambiente comenzó a llenarse de esa electricidad invisible que precede a lo inevitable. Su risa, sus gestos, la manera en que se mordía el labio mientras me escuchaba… todo me hacía perder la concentración.
En un momento, se inclinó para servirme más vino, y su brazo rozó el mío. Ese roce se convirtió en excusa: me atreví a rozarle la mano. Ella no se apartó. Al contrario, me sostuvo la mirada y sonrió como quien acepta un reto. Me incliné, despacio, y nuestros labios se encontraron en un beso lento, profundo, cargado de nervios y deseo.
Lo que siguió fue un torbellino de emociones. Entre susurros me llevó hasta el sofá, y en ese pequeño espacio compartimos caricias que parecían romper la diferencia de edades y borrar cualquier frontera. Yo temblaba de nervios, pero ella me guió con experiencia, con ternura y firmeza a la vez, enseñándome a dejarme llevar sin miedo.
La noche se convirtió en un viaje de descubrimiento: risas nerviosas, confesiones inesperadas y el reconocimiento de que estábamos cruzando una línea prohibida. En la penumbra de la sala, entre copas vacías y el rumor del ventilador, nos fundimos en una complicidad que jamás había sentido.
Al amanecer, me desperté con ella recostada a mi lado, acariciándome el cabello. «Esto es solo el inicio», me dijo con voz ronca, y supe que aquel verano quedaría grabado para siempre como el más intenso de mi vida.