Última Rutina de la Noche

 

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El gimnasio estaba casi vacío cuando terminé mi última serie de pesas. Solo se escuchaba el zumbido del aire acondicionado y el golpeteo lejano de una cuerda de saltar.


Miré el reloj: faltaban diez minutos para el cierre. Pensé en darme una ducha rápida antes de irme.


Entonces la vi: Clara, la entrenadora nocturna, revisando las máquinas con una botella de agua en la mano.


Llevaba un conjunto deportivo oscuro que resaltaba cada línea de su figura.


—Eres el último en irte —comentó con una sonrisa ligera.


—Me cuesta abandonar el lugar cuando está tan tranquilo —respondí.


Se acercó para ajustar una pesa cercana, y el aroma fresco de su perfume me envolvió.


—¿Quieres estirar antes de irte? —preguntó—, así evitas que mañana todo te duela.


Acepté, y nos movimos a la zona de colchonetas, iluminada por una luz más tenue.


Clara me indicó que me sentara con las piernas estiradas mientras ella se colocaba frente a mí.


Sus manos guiaron las mías en un movimiento suave hacia adelante.


—Respira… más despacio —susurró, mirándome fijamente.


El contacto de sus dedos era firme, pero también había algo más en ese gesto.


Se inclinó un poco más, y nuestras rodillas se rozaron levemente.


Pasamos al siguiente ejercicio: ella se colocó detrás de mí, sujetando mis hombros para corregir la postura.


Su voz, cerca de mi oído, sonaba más grave que de costumbre.


—Así… ahora suelta la tensión —indicó, y sentí cómo sus manos bajaban lentamente por mis brazos.


Giré un poco la cabeza y nuestros rostros quedaron a escasos centímetros.


La respiración de ambos llenó ese pequeño espacio como si el gimnasio entero se hubiera reducido a ese punto.


Clara sonrió de forma cómplice y se apartó apenas, guiándome al siguiente estiramiento.


Esta vez, tomó mis manos y tiró suavemente hacia ella, acercándonos más de lo necesario.


—Creo que este ejercicio funciona mejor en pareja —bromeó, sin soltarme.


Reí, pero no aparté la mirada de la suya.


El silencio volvió, interrumpido solo por el sonido del aire y el eco de nuestros movimientos.


Cuando terminamos, Clara dijo que aún quedaban unos minutos antes del cierre.


—Podríamos aprovechar para la última rutina… solo tú y yo —propuso.


Nos dirigimos al área de boxeo, vacía y con luces bajas.


Ella me entregó los guantes, pero en lugar de iniciar un entrenamiento, se acercó y apoyó las manos sobre mi pecho.


—No todo el ejercicio es físico —susurró, con una mirada intensa.


Me quité los guantes y dejé que nuestras manos se encontraran sin barreras.


El ambiente era distinto: no era el gimnasio de siempre, era un lugar suspendido en su propio tiempo.


Clara se inclinó hacia mí, y nuestras frentes se tocaron en un gesto lento, cargado de intención.


—Deberíamos cerrar ya… —murmuró—, pero no quiero.


Nos quedamos así, respirando juntos, como si alargar ese momento fuera parte de la rutina.


La puerta principal estaba cerrada y el mundo afuera ya no importaba.


El eco de nuestros pasos al salir del área de boxeo sonó como un aplauso discreto.


En la entrada, antes de despedirse, Clara sonrió y dijo: —Mañana, misma hora… pero sin reloj.


Me fui con la sensación de que esa última rutina apenas había comenzado.