La lluvia había limpiado la calle y el reloj del semáforo parpadeaba en amarillo, como si la ciudad respirara más despacio. El café de la esquina seguía abierto, luces bajas y una radio antigua que dejaba caer un bolero a media voz.

Empujé la puerta y el tintineo de la campanilla sonó discreto. Olía a pan tostado y a café recién molido. Había una sola mesa ocupada, dos tazas a medio terminar, y el resto de sillas apiladas como si esperaran una señal para dormirse.

Ella estaba detrás de la barra, camisa remangada y un lápiz recogiendo el cabello en un moño improvisado. Alzó la vista y sonrió con un cansancio amable que no restaba belleza, sólo le añadía verdad.

—Quedan croissants —dijo—. Y paciencia para otra canción.

Me senté en el extremo de la barra. La radio cambió a un tema de jazz con trompeta tímida. Ella sirvió el café sin preguntar demasiado, como si supiera que la madrugada no siempre quiere explicaciones.

—¿Turno largo? —pregunté, soplando el borde de la taza.

—Turno que empezó ayer —respondió, y el vapor dibujó un velo entre nosotros.

Hablamos poco: calles que huelen distinto cuando llueve, libros que guardan migas de pan entre páginas, promesas que a veces sólo necesitan un techo de neón. Su voz tenía esa textura que deja el invierno: un abrigo donde sentarse un rato.

La puerta se abrió con un golpe de viento; nadie entró. Ella fue a asegurar el pestillo. Al volver, la manga rozó mi mano al dejar el plato. El contacto fue mínimo, pero movió el aire como si alguien hubiera cambiado la música.

—Cierro en quince —dijo, mirando el reloj que colgaba al lado de las tazas—. Si no tienes prisa, podemos escuchar el final del lado B.

El bolero regresó. Apagó la mitad de las luces y el café quedó envuelto en una penumbra tibia. Las sombras se acomodaron en las paredes, y el reloj del semáforo siguió parpadeando afuera como un faro doméstico.

Me mostró el mural de fotos antiguas: parejas frente a la misma barra, un camarero con tirantes que ya no trabajaba allí, una mujer con sombrero sosteniendo una taza como si sostuviera una carta de amor. —Este lugar guarda historias —dijo—. A veces las cuenta, a veces sólo las calienta.

Cuando la radio hizo un silencio largo, nos encontramos de pronto muy cerca. Su perfume tenía algo de vainilla y algo de madrugada. El beso llegó como quien cierra una ventana para que no entre más frío: sin aspavientos, preciso, necesario.

El mundo se achicó al borde de dos tazas vacías. La lluvia, al otro lado del vidrio, siguió escribiendo diagonales. Ella apoyó la frente en la mía y dejó escapar una risa cortita, de alivio.

—Podríamos fingir que el reloj se detuvo —propuso, mirando la aguja que parecía darnos la razón.

Apagó la radio. El silencio del café era un abrigo compartido. Ayudé a bajar las sillas restantes, y el gesto dominguero de ordenar juntos nos dio una intimidad que no pedía permiso.

Antes de correr la cortina metálica, me tomó la mano, breve, como quien memoriza una textura. No hubo promesas pomposas: sólo la cita sencilla de «mañana, si llueve otra vez», y la certeza pulida de que la madrugada había dejado de ser un lugar para convertirse en un recuerdo.

Salí con el pan envuelto en papel, el olor siguiéndome la estela. Desde la vereda, vi su silueta moverse detrás del vidrio empañado. Levanté la bolsa a modo de saludo; ella respondió con un gesto pequeño, suficiente. La ciudad se encendía de a poco, y yo llevaba en los dedos el resplandor de su turno de madrugada.