El teatro estaba vacío, pero en el camerino aún se respiraba el aroma de maquillaje y perfume. Habíamos terminado el ensayo general y todos se habían marchado, menos Valeria, la protagonista, y yo, su compañero en escena.

Ella estaba sentada frente al espejo iluminado, quitándose lentamente el maquillaje con movimientos suaves. Llevaba todavía el vestido ajustado de la obra, que resaltaba cada curva.

—Has estado increíble hoy —le dije, apoyándome en la puerta. Me sonrió a través del espejo.

—Y tú… más intenso que nunca en la escena final —respondió, con una mirada que decía más de lo que quería admitir.

Me acerqué, quedando detrás de ella, y puse mis manos sobre sus hombros. La piel de su cuello se erizó al contacto.

Incliné mi rostro y rocé sus labios con los míos, apenas un segundo, probando si ella quería lo mismo. No se apartó; al contrario, giró la silla para quedar frente a mí.

El beso fue lento al principio, pero pronto se volvió más hambriento. Mis manos bajaron por su espalda hasta encontrar la cremallera del vestido.

Con un tirón suave, la bajé y el vestido se deslizó, dejando al descubierto su lencería de encaje negro. Valeria me miraba con los ojos entrecerrados, respirando agitado.

Me arrodillé frente a ella, acariciando sus muslos. Separé lentamente sus piernas y comencé a besar el interior de sus muslos, acercándome a su centro.

Mi lengua la encontró húmeda y tibia. Ella se arqueó hacia adelante, apoyando una mano en mi cabeza.

Sus gemidos eran bajos, como si temiera que alguien pudiera escucharnos, aunque el teatro estaba vacío. Su primer orgasmo llegó rápido, con un suspiro ahogado.

Me incorporé y la besé, haciéndole saborear su propio placer. Ella desabrochó mi cinturón con manos temblorosas.

Me sentó en la silla y se subió sobre mí, guiando lentamente mi entrada en ella. Sus caderas comenzaron a moverse en círculos, el vestido aún colgando de sus brazos.

El espejo detrás de ella reflejaba todo: su cabello desordenado, su mirada perdida en el placer, mis manos en su cintura.

La giré, poniéndola de espaldas contra el espejo, levantando una pierna para penetrarla más profundo. Su segundo orgasmo llegó con un grito suave, mordiéndose el labio.

Quise más. La llevé hasta la mesa del maquillaje, despejando botes y brochas con un barrido. La recosté sobre ella y la tomé con fuerza, sintiendo su cuerpo encenderse de nuevo.

Sus uñas arañaban mi espalda. El sudor caía por nuestras pieles y el calor del momento lo llenaba todo.

Su tercer orgasmo fue lento, estremeciéndose bajo mí. Yo no podía aguantar más y me derramé dentro de ella, jadeando.

Nos quedamos recostados sobre la mesa, respirando juntos, el espejo devolviéndonos una imagen que ninguno olvidaría.

Valeria sonrió y dijo: —Creo que nuestra química en escena acaba de mejorar.

Sabía que, en la próxima función, cada mirada tendría un doble significado.