La tormenta había comenzado horas antes de lo previsto. El viento azotaba las ventanas y la lluvia golpeaba el techo de madera como un tambor constante. Habíamos llegado a la cabaña para pasar un fin de semana de descanso, pero el clima nos obligó a quedarnos encerrados.
Ella estaba junto a la chimenea, con una manta cubriéndole los hombros. Su cabello húmedo caía sobre su rostro y una leve sonrisa se dibujaba en sus labios mientras me observaba acercarme con dos copas de vino.
—Creo que no podremos salir en un buen rato —comenté, entregándole la copa. Sus dedos rozaron los míos y un escalofrío recorrió mi espalda.
—No es tan malo… —susurró, mirándome con esa mezcla de ternura y deseo que conocía demasiado bien.
Me senté junto a ella, y la manta terminó cubriéndonos a ambos. El calor del fuego y el vino creaban un ambiente íntimo que poco a poco se fue cargando de tensión. Su mano se deslizó hasta mi muslo y permaneció ahí, ejerciendo una presión suave pero clara.
Giré su rostro hacia mí y la besé lentamente, saboreando el vino en sus labios. Ella correspondió con un gemido bajo, abriendo más la boca para dejar que nuestras lenguas se encontraran.
La manta cayó al suelo, revelando su blusa ligera y el encaje del sujetador que apenas cubría sus pechos. Mis manos recorrieron su cintura y subieron hasta acariciarlos por encima de la tela.
—Quítame esto —me pidió, y con un tirón suave le desabroché la blusa, dejando que la prenda cayera al suelo.
Me incliné para besar y lamer sus pezones, sintiendo cómo su respiración se aceleraba. Ella arqueó la espalda, ofreciéndose más a mi boca mientras sus dedos jugaban con mi cabello.
Mis manos bajaron por su abdomen, abriendo lentamente el botón de su pantalón. Deslicé la tela hacia abajo, revelando unas braguitas de encaje negro que contrastaban con su piel suave.
La recosté sobre la alfombra, con el fuego iluminando cada curva de su cuerpo. Me coloqué entre sus piernas y comencé a besarla desde los tobillos hasta llegar a su centro, donde la humedad ya se hacía evidente.
Separé la tela con cuidado y mi lengua comenzó a explorarla, provocando gemidos suaves que se mezclaban con el sonido de la lluvia. Sus manos se aferraron a mis hombros mientras su respiración se volvía más agitada.
Aumenté la presión y el ritmo, sintiendo cómo su cuerpo temblaba bajo mí. Su primer orgasmo llegó de forma rápida, arqueando las caderas y apretando mis manos.
Me incorporé y, sin dejar que se enfriara, la penetré con un empuje firme. El calor y la estrechez de su interior me envolvieron por completo, arrancándome un gemido de placer.
Sus piernas se cerraron alrededor de mi cintura, empujándome más adentro con cada movimiento. El fuego crepitaba a nuestro lado, y la tormenta golpeaba con fuerza las ventanas, pero nada nos distraía de ese momento.
Sus uñas se clavaban en mi espalda mientras yo aumentaba el ritmo. La besé con intensidad, mezclando el sabor del vino y el deseo.
Su segundo orgasmo llegó con un gemido ahogado, mordiéndose el labio mientras sus caderas se movían en sincronía con las mías. No me detuve, quería llevarla más allá.
La tomé por detrás, apoyándola sobre sus manos y rodillas frente a la chimenea. Desde esa posición, la penetración era más profunda y sus gemidos se volvían más intensos.
Mi mano libre acariciaba su clítoris mientras la embestía con fuerza. Sentí cómo se estremecía, y su tercer orgasmo la hizo caer hacia adelante, jadeando sin control.
Seguí unos segundos más, hasta que el placer me alcanzó y terminé dentro de ella con un suspiro largo. Permanecimos unidos, respirando agitados mientras el fuego iluminaba nuestras pieles sudorosas.
Ella se giró, apoyando la cabeza en mi pecho, y murmuró: —Creo que me gustan las tormentas.
—A mí también —respondí, acariciando su cabello, mientras la lluvia seguía cantando su propia melodía afuera.