La ciudad estaba cubierta por un manto de nubes densas y negras cuando salí a la terraza del apartamento.
Las primeras gotas golpeaban la baranda metálica, dejando un eco suave que se mezclaba con el murmullo de la calle.
Ella apareció detrás de mí, envuelta en una bata ligera que apenas cubría sus muslos.
—Va a llover fuerte —dijo, acercándose hasta que su pecho tocó mi espalda.
El olor de su piel mezclado con el perfume fresco me hizo cerrar los ojos.
Me giré para mirarla y vi esa chispa en su mirada, una mezcla de desafío y curiosidad.
El viento movía su cabello hacia mi rostro, y cada hebra era un roce que encendía la noche.
Se apoyó en la baranda, dejando que la bata se abriera un poco más con el aire.
La tormenta rugió a lo lejos, como un preludio de lo inevitable.
—Siempre quise hacerlo bajo la lluvia —susurró.
Di un paso y quedamos frente a frente; mis manos se posaron en su cintura.
La bata se deslizó con un movimiento lento, revelando su piel tibia.
El primer trueno nos sacudió, pero no apartamos la mirada.
Besé sus labios con hambre contenida; ella me respondió con una suavidad engañosa.
El agua empezó a caer más fuerte, empapándonos en segundos.
Sus pezones endurecidos se marcaron contra mi pecho; mi camisa ya no existía como barrera.
Mis manos recorrieron su espalda hasta llegar a sus caderas; ella arqueó el cuerpo en un gesto de entrega.
—Tócame —pidió, y no había espacio para dudas.
Mis dedos encontraron la calidez húmeda entre sus piernas; un suspiro escapó de su boca.
La lluvia corría por nuestras caras, mezclándose con el sabor de nuestros besos.
Me arrodillé frente a ella; la baranda fría era el único testigo cercano.
Separé sus muslos y probé su sabor con una lentitud casi cruel.
Sus manos se aferraron a mi cabello, marcando el ritmo con gemidos apenas audibles.
El ruido de la tormenta nos cubría como una cortina de sonido.
Sentí cómo su cuerpo temblaba, cada vez más cerca del borde.
Su primer orgasmo llegó con un grito ahogado y las piernas apretándome contra ella.
Me levantó tirando de mi cuello; me besó con intensidad y deseo renovado.
Desabrochó mi pantalón y liberó mi erección con manos ansiosas.
Me tocó con movimientos firmes, observando mi reacción con una sonrisa satisfecha.
Se giró de espaldas y se inclinó sobre la baranda, ofreciéndome la visión más erótica que podía imaginar.
Entré en ella con un empuje lento, sintiendo cada centímetro como una revelación.
La lluvia golpeaba nuestras espaldas, fría en contraste con el calor de nuestras caderas chocando.
Su respiración era irregular; mi agarre en sus muslos, firme.
La tomé por el cabello y giró la cabeza para besarme.
Sus gemidos se mezclaban con el rugido del viento y los truenos.
Un relámpago iluminó su perfil; parecía una diosa bajo la tormenta.
El segundo orgasmo la hizo gritar mi nombre; sus uñas arañaron el metal de la baranda.
Me detuve un instante para besar la curva de su espalda, saboreando la mezcla de agua y piel.
Ella se giró y me empujó contra la pared del balcón.
Bajó lentamente, tomándome en su boca con maestría, mientras la lluvia caía sobre nosotros.
Su lengua y sus labios trabajaban en sincronía, acelerando mi respiración.
Me sujeté de la baranda para no perder el equilibrio.
La detuve justo antes del final; quería terminar dentro de ella.
La levanté, la envolví con mis brazos y la penetré nuevamente, esta vez más rápido, más intenso.
El agua resbalaba entre nuestros cuerpos como un lubricante natural.
Su tercer orgasmo llegó con un gemido ronco, apretando mis hombros con fuerza.
Yo no pude resistir más; la llené con una última embestida profunda.
Nos quedamos abrazados, jadeando, mientras la lluvia empezaba a disminuir.
La bata estaba en el suelo, empapada, olvidada.
La ayudé a cubrirse con una manta que tomé del interior.
Nos sentamos en el borde del balcón, viendo cómo la tormenta se alejaba.
—Nunca olvidaré esto —dijo, apoyando la cabeza en mi hombro.
—Yo tampoco —respondí, besando su frente.
Un último relámpago iluminó el horizonte; el aire olía a tierra mojada y deseo satisfecho.
La ciudad, todavía húmeda, parecía guardar el secreto con nosotros.
Nos quedamos ahí hasta que el amanecer tiñó las nubes de un gris claro.
Ella sonrió, con esa complicidad que solo nace después de una noche como esa.
—La próxima vez, sin ropa desde el principio —susurró.
Y yo supe que no era una promesa vacía.