Tormenta de Medianoche y Sombras en la Ventana

 

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La medianoche llegó envuelta en un cielo de nubes densas, cargadas de electricidad. La primera descarga iluminó la habitación, dibujando su silueta contra la ventana como una sombra perfecta. Ella estaba ahí, de espaldas, con una bata de satén que caía suelta sobre sus hombros, mirando cómo las gotas resbalaban por el cristal.

El sonido lejano de los truenos parecía acompasarse con el latido que me golpeaba el pecho. Me acerqué sin hacer ruido, sintiendo cómo la tensión en el aire se mezclaba con algo más íntimo, más peligroso. Su reflejo en la ventana mostraba una sonrisa apenas dibujada, como si supiera que la estaba observando.

—Sabía que no podrías dormir —dijo en un murmullo, sin girarse.

—No con este ruido… y contigo tan cerca —respondí, quedando justo detrás de ella.

La tormenta descargó un trueno que hizo vibrar los vidrios, y en ese instante, ella apoyó su espalda contra mi pecho. Pude sentir el calor de su cuerpo a través de la fina tela, la forma en que encajaba perfectamente contra mí. Mis manos, casi por instinto, se deslizaron por sus brazos, rozando su piel tibia.

Giró lentamente hasta quedar frente a mí. La luz intermitente de los relámpagos iluminaba su rostro, resaltando la humedad en sus labios. No hubo palabras, solo un silencio cargado de intención. La bata se aflojó un poco más, revelando el inicio de un secreto que pedía ser descubierto.

Un beso largo, lento, nos unió mientras la lluvia golpeaba con fuerza. Su mano buscó la mía y la guió hacia su cintura, invitándome a acercarla aún más. Afuera, el mundo era un caos de agua y viento; adentro, solo existía la calma ardiente de nuestra cercanía.

Nos movimos hacia el sofá, pero sin dejar de mirarnos. Cada paso era una promesa, cada caricia, un preludio. La tela de la bata se abrió un poco más, y sus dedos se enredaron en mi cuello, como si quisiera asegurarse de que no me alejaría jamás.

Cuando el trueno más fuerte de la noche retumbó, ya estábamos rendidos al momento. Afuera, la tormenta seguía su curso; adentro, nuestras sombras se dibujaban en la pared, moviéndose al compás de algo mucho más intenso que la lluvia.

La madrugada nos encontró enredados, con la ventana aún abierta dejando entrar el olor de la tormenta. No había prisa, solo la certeza de que esa noche sería un secreto eterno, guardado entre las sombras y el sonido de la lluvia.