Susurros entre anaqueles

 

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La lluvia caía obstinada sobre los vitrales altos, y el gran vestíbulo olía a papel viejo y madera encerada. La biblioteca abría apenas, con lámparas encendidas como islas cálidas en un mar de sombras.

Ella apareció con un impermeable oscuro y el pelo en rizos húmedos. Traía una libreta pequeña y un lápiz; parecía un personaje que hubiese salido de una novela de detectives nostálgica.

—Vengo por un atlas de ciudades imaginarias —bromeó, dejando el impermeable en un perchero antiguo.

Reímos despacio para no despertar a los lomos dormidos. Caminamos por el pasillo central mientras la lluvia componía su propio índice alfabético en los ventanales.

En la sala de mapas, desplegamos una mesa de lectura. Ella tomó notas con letra inclinada y de tanto en tanto levantaba la vista, como quien recuerda que también está trazando rutas sobre el aire.

—Qué extraño —dijo—, hay lugares que sólo existen si alguien los nombra.

Se acercó para señalar una península dibujada. Su brazo rozó el mío; la proximidad cambió el clima de la sala. La lámpara de pantalla verde encendió un resplandor íntimo sobre nuestras manos.

Le conté de una calle donde los adoquines suenan diferente cuando llueve. Ella, de un café mínimo donde guardan el azúcar en frascos de tinta. Dibujamos así, sin querer, un mapa secreto.

El reloj dio las once con un campanilleo antiguo. Entre dos estanterías, la encontré mirándome como se mira un lugar al que uno desea volver. No hizo falta palabras: el primer beso fue silencioso, tibio, con el sabor a lluvia filtrándose por las rendijas del mundo.

Apoyó la frente en la mía y sonrió. En ese gesto estaba todo: el permiso, la ternura, la pausa exacta. La biblioteca respiró hondo con nosotros, y el índice temático quedó abierto en una página cualquiera.

Volvimos a la mesa. Copiamos títulos sólo por el placer de escribirlos junto a nuestros nombres. Al despedirnos, me dio la libreta para que firmara un margen en blanco.

—Para que esta ciudad imaginaria exista mañana también —dijo.

Guardé la libreta en el bolsillo como quien guarda una brújula. Afuera seguía lloviendo, pero el cielo parecía más cerca.