Sumiso en el Vestidor

 

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Me llamo Jeffrey, tengo 24 años y soy instructor en un gimnasio de alto nivel. Siempre mantuve las apariencias: cuerpo marcado, voz firme, mirada segura. Pero guardaba un secreto… una fantasía que nunca había confesado. Hasta que conocí a Jefferson, un nuevo socio del club: alto, moreno, con tatuajes en los brazos y una autoridad natural que me descolocaba. Desde el primer día sentí que él sabía lo que escondía… y que algún día me haría suyo.

Ese día llegó después de una clase privada de entrenamiento funcional. Me pidió que lo acompañara al vestidor para “darle unos consejos finales”. Apenas cerró la puerta, me acorraló contra los casilleros. “¿Siempre obedeces órdenes, Jeffrey?” murmuró cerca de mi oído. Me temblaban las piernas. “De rodillas.” No lo pensé. Me arrodillé.

Abrió su pantalón y sacó su miembro duro, grueso, palpitante. “Quiero ver qué tan buena es tu lengua para rendirte.” Me sujetó de la nuca y me lo metió en la boca con fuerza. Me marcaba el ritmo, lento primero, luego más profundo. Jadeaba con control mientras me usaba como su muñeco preferido. “No pares hasta que yo te ordene.”

Mientras lo mamaba, me acariciaba el rostro con una mezcla de rudeza y cariño. Luego me levantó, me dio una bofetada suave y me dijo: “Date la vuelta.” Me apoyó contra la pared, bajó mis shorts y escupió entre mis trasero. Me penetró con un dedo primero, luego con dos. Jugaba conmigo, riéndose. “¿Así te gusta, perrito?”

No me dejó correrme. Quería que sufriera el placer. Me hizo volver a arrodillarme, me lo metió otra vez en la boca y acabó dentro de mí, gimiendo como un macho satisfecho. Me miró a los ojos y dijo: “Esto va a repetirse. Cada vez que me necesites… te arrastras.”

Desde entonces, cada sesión termina igual: con mi cuerpo sometido, mi boca rendida… y mi alma rogando que Jeffrey me domine una vez más.