Mi nombre es Carol, tengo 30 años y durante el día llevo una vida completamente normal: trabajo en una oficina, tengo pareja estable y una familia tradicional. Pero por las noches, mi cuerpo pide algo más... algo que solo Mateo sabe darme. Él no es mi pareja, ni mi jefe. Es el esposo de mi hermana. Y mi dueño.
Todo comenzó en una cena familiar. Mientras los demás hablaban, él y yo nos cruzamos miradas cargadas de deseo. Esa noche, me escribió un mensaje que solo decía: “Te espero en el garaje”. Fui sin dudar. Estaba oscuro, y me obligó a arrodillarme apenas entré. Su voz firme me ordenó callar mientras desabrochaba su cinturón. Me sentí suya desde ese instante. Tomó mi cabello, me obligó a mirar sus ojos, y sin más, metió su miembro en mi boca. Lo devoré como si mi vida dependiera de ello, con las rodillas sobre el cemento frío y el corazón desbocado.
Después me dio la vuelta, me subió el vestido y me azotó con su palma abierta, marcando su autoridad. Yo no decía ni una palabra. Solo gemía. Me penetró con violencia contenida, con cada embestida dominándome más. Era una mezcla de culpa, adrenalina y excitación que jamás había sentido. Me sujetaba fuerte, me insultaba al oído, me usaba como una muñeca obediente, y yo lo deseaba más de lo que estaba dispuesta a aceptar.
Desde entonces, cada madrugada que mi hermana duerme, yo salgo silencosamente hacia la habitación de invitados, donde él me espera. No soy la cuñada perfecta. Soy su mujer sumisa. Y aunque sé que esto es un pecado… también es la única forma en la que me siento viva.