Me llamo Gonzalo, tengo 24 años, y esta historia ocurrió cuando tenía 20 años. Mis padres se separaron cuando yo era adolescente, y a los 19 años, mi padre se casó nuevamente con una mujer mucho más joven que él: Jazmín, una rubia despampanante de curvas salvajes, voz profunda y mirada de depredadora. Solo tenía 35 años cuando llegó a vivir con nosotros, pero desde el primer día me dejó claro que ella no sería como una madre… ni como una esposa convencional.

Yo intentaba mantener la distancia, pero ella parecía disfrutar cada momento de tensión. Se paseaba en top y short coto por la casa, se inclinaba frente a mí sin ropa interior, me hablaba en tono bajo y retador. Sabía que me provocaba, y lo hacía con una sonrisa en los labios. Todo explotó una tarde que mi padre tuvo que salir por varios días por trabajo.

Esa noche, mientras estaba en mi cuarto, ella entró sin tocar la puerta. “¿Esconderte va a hacer que deje de notarlo?” preguntó. Me quedé en silencio. “Ven a la sala. Ahora.” Obedecí como un autómata. Jazmín se sentó en el sofá con las piernas abiertas, sin ropa interior bajo el short. “Quítate la ropa. Arrodíllate.” Su tono era autoritario, crudo. Mi cuerpo ardía de vergüenza y excitación. Lo hice sin pensarlo dos veces.

Me sujetó del cabello y empujó mi rostro entre sus piernas. “Quiero que me limpies con la lengua hasta que me tiemblen las piernas.” Su sabor era intenso, su olor embriagador. Me tenía atrapado entre sus muslos, gimiendo con fuerza mientras me daba instrucciones exactas: más lento, más profundo, sin mirar, sin parar. Me hizo rogar por permiso para tocarme, y cuando finalmente me lo concedió, me detuvo justo antes del orgasmo. “Aún no. Te voy a enseñar lo que es obedecer de verdad.”

Se dio la vuelta y me ordenó penetrarla por detrás. “Escúpeme primero, despacio, y entra sin avisar.” Lo hice temblando. Su ano se abrió para mí con dificultad, pero ella no protestó. Solo jadeaba con rabia, con placer contenido, mientras me sujetaba contra su espalda. Me movía lento, sintiendo cómo su cuerpo me envolvía, y con cada embestida, me decía que era suyo, que le pertenecía, que nadie más podría someterme como ella.

Me corrí gritando su nombre. Ella no se movió hasta que mi cuerpo dejó de temblar. Luego se volteó, me besó en la boca y dijo: “Esto es un secreto entre tú y yo. Y si lo cuentas… volveré a domarte hasta que te arrodilles cada noche.”

Desde entonces, Jazmín no fue mi madrastra. Fue mi ama. Y yo, su sumiso más entregado… cuando papá no estaba.