El museo estaba cerrado al público y el eco de nuestros pasos sonaba como una firma discreta en el mármol. Desde el patio central llegaba un olor a piedra húmeda y a pintura reciente. En la entrada, un cartel provisional anunciaba: «Montaje en curso».
Ella me esperaba con un manojo de llaves y una linterna pequeña colgando del cuello. Llevaba una chaqueta oscura, el pelo recogido de cualquier manera y esa mirada de quien conoce de memoria cada pasillo.
—Sala 5 —dijo—. Hoy cambiamos la luz de las piezas de viaje. Ven, te muestro.
Las vitrinas dormían bajo telas de algodón. En cada esquina, un trípode apuntaba hacia algún secreto todavía apagado. El zumbido leve de los fluorescentes viejos parecía un coro a punto de empezar.
Se subió a una escalera y dirigió un foco hacia la pared. La sombra de su perfil se agrandó, volviéndose una silueta antigua sobre el yeso. Yo sostuve la escalera como quien sostiene una constelación a punto de moverse.
—La luz no es para ver —sonrió—, es para escuchar lo que el objeto quiere decir.
Descendió con cuidado y, al pisar el suelo, nuestras manos se rozaron. El gesto fue mínimo y, sin embargo, cambió el aire de sitio. Los cuadros alrededor parecieron acercarse para mirar de reojo.
Fuimos destapando las piezas: un mapa con costuras, una brújula con un gesto cansado, un cuaderno de tapas de cuero con iniciales borradas por dedos ajenos. Ella nombraba cada cosa con una intimidad respetuosa, como si las hubiera acompañado en todos sus viajes.
—A este cuaderno le faltan dos páginas —dijo—. Nadie sabe si las arrancó quien lo escribió o quien lo guardó. Me gusta pensar que alguien las lleva consigo, dobladas, dentro de un bolsillo.
La lámpara de obra arrojó un círculo cálido en el centro de la sala. Nos sentamos en el suelo, espalda contra una vitrina, compartiendo una botella de agua y un chocolate rescatado de una mochila que olía a trementina y papel.
Hablamos de lugares donde siempre es domingo, de estaciones que sirven más para llegar que para salir, de cómo el tiempo, a ciertas horas, tiene la cortesía de hacerse a un lado.
Volvió a levantarse para ajustar otro foco. Yo la seguí con el cable en la mano, cuidando que no se enredara. El pliegue de su chaqueta rozó mi muñeca y el museo completo cambió de temperatura.
Cuando bajó, quedó cerca; tan cerca que pude ver el brillo del polvo en sus pestañas. La sala 5 respiraba en una penumbra amable. El primer beso fue inevitable y cuidadoso, como quien coloca una pieza frágil en su lugar exacto.
Nos reímos en voz baja, con ese pudor dulce de lo que se inaugura. Ella apoyó la frente en mi clavícula y dejó que el silencio hiciera su parte. Afuera una lluvia mínima empezó a granear los patios; el sonido entró por los tragaluces como papel de seda.
Recorrimos los pasillos sin encender todas las luces, dejando que el museo nos hablara en su idioma nocturno. En la sala de esculturas, la piedra parecía tibia; en la de maquetas, las ciudades en miniatura se veían a salvo del ruido.
De regreso a la 5, ajustó la última lámpara. La pared se llenó de un mapa dorado y la brújula devolvió una chispa que nadie habría visto a la hora de visita. Ella tomó mi mano y la guió hasta el borde de la vitrina, como si me enseñara a leer en relieve.
—Cuando venga la gente —dijo—, creerá que mira objetos. Pero quizá miren la forma en que hoy elegimos la luz.
Asentí. Entendí que a veces la curaduría es esto mismo: decidir con alguien de qué lado se enciende el mundo. El beso siguiente fue más tranquilo, más cierto, como un «quedate» sin urgencia.
Guardamos cables, plegamos telas, cerramos las vitrinas con llaves que tintinearon un sí chiquito. Antes de irnos, apagó todos los focos menos uno. La sala 5 quedó con una lámpara testigo, pequeña, exacta, sosteniendo la promesa de mañana.
En el vestíbulo, el eco devolvió nuestros pasos a su tamaño real. La lluvia había limpiado el patio. Ella me alcanzó la linterna, pero no la encendí: la salida conocía el camino y, por primera vez, yo también.
Nos despedimos junto al cartel de «Montaje en curso». Nos miramos un segundo más de lo debido, lo suficiente para que el cierre lateral del telón de la entrada sonara como aplauso.