Me llamo Gustavo, tengo 25 años y trabajo en una empresa donde mi jefe, Néstor, es un hombre dominante, seguro y con una presencia que imponía respeto y deseo. Desde que llegué, sentí una tensión especial entre nosotros, una atracción cargada de misterio y poder que me envolvía por completo.
Una noche, después de cerrar la oficina, Néstor me invitó a su departamento. Cerró la puerta, apagó las luces y con voz firme me ordenó arrodillarme. Sentí cómo su autoridad me envolvía mientras me desnudaba lentamente y ataba mis manos con una bufanda de seda, dejándome vulnerable y expectante.
Sus caricias eran precisas y calculadas, alternando entre firmeza y ternura. Me penetró con paciencia y dominio, marcando el ritmo y enseñándome a entregarme sin reservas. Me susurraba palabras que me hacían perder el control, llevándome a orgasmos intensos y repetidos, cada uno más profundo que el anterior.
Durante horas, me guió en un viaje de placer y sumisión, enseñándome a confiar en su poder y a disfrutar de la entrega total. Cada encuentro con él era una experiencia única, donde mis límites se expandían y mi deseo crecía sin control.
Desde esa noche, su dominio se convirtió en mi mayor adicción y mi fuente de placer más profunda. Saber que soy suyo, completamente entregado a su voluntad, me llena de una satisfacción indescriptible que me acompaña en cada momento de mi vida.