La primera ráfaga de viento hizo vibrar los cristales de la cabaña justo cuando apagamos el coche. El bosque, oscuro y espeso, parecía plegarse sobre el camino. Corrimos hasta el porche entre risas nerviosas, con la lluvia cayendo en diagonales brillantes.

Dentro, el olor a madera húmeda y pino nos envolvió. Encendí la chimenea; la leña chisporroteó y un resplandor ámbar empezó a recortar los muebles. Ella dejó la mochila junto a la puerta y pasó la mano por la mesa rústica como quien saluda un recuerdo.

—No pensaba que la tormenta llegaría tan pronto —dijo, acercándose al fuego. Sus pupilas reflejaban las llamaradas, y el calor le coloreó las mejillas.

Mientras hervía agua para el té, el techo crujió con la embestida de otro soplo de viento. La cabaña respondió entera, como un barco que sabe mantenerse a flote. Afuera, la noche rugía; adentro, todo se aquietaba.

Nos sentamos en la alfombra frente a la chimenea, tazas entre las manos. Hablamos de rutas viejas, de promesas que toman forma cuando uno vuelve a perderse. Cada tanto, un relámpago iluminaba la estancia; los silencios se llenaban con miradas que decían más que las anécdotas.

Ella se acercó un poco, apenas lo necesario para que nuestras rodillas se rozaran. Ese pequeño choque de temperaturas —la tibieza de su piel y el ardor del fuego— cambió el aire. La conversación tropezó y se convirtió en sonrisas que no buscaban explicación.

—Brindemos por el mal tiempo —propuso, alzando la taza. El té sabía a montaña y a algo nuevo.

El siguiente trueno hizo vibrar el suelo. Sin pensarlo, le tomé la mano. No la retiró; al contrario, entrelazó los dedos y descansó la cabeza en mi hombro. El tiempo se volvió un animal manso.

Nos levantamos para asegurar una ventana que golpeaba. El marco cedió y entró un hilo de aire frío. Ella lo detuvo con el antebrazo; yo, con un cierre rápido, lo dejé en su sitio. Al girarnos, quedamos a un suspiro de distancia. El relámpago nos congeló un instante, como si alguien hubiera tomado una fotografía invisible.

El beso no tuvo prisa. Fue un remanso: tibio, consciente, de esos que empiezan en los labios y terminan ordenándole cosas al corazón. Ella sonrió contra mi boca, y su risa fue la nota exacta que faltaba en la canción de la tormenta.

Volvimos a la alfombra. La chimenea exhaló un chasquido que parecía aprobación. Sobre nuestras sombras, el fuego dibujó orillas lentas; nos fuimos acercando por ellas como quien aprende de memoria un mapa recién descubierto. Las palabras se hicieron más bajas, las caricias más claras.

—Quédémonos aquí —susurró—, al menos hasta que el cielo se canse.

Las cortinas respiraban con cada ráfaga y la madera guardaba un crujido antiguo en cada paso. Apoyé la frente en la suya: la proximidad tenía un lenguaje propio. Nuestros abrazos, antes tímidos, encontraron un ritmo. Nos reímos bajito de ese pudor que llega siempre tarde.

La noche siguió su curso mientras el fuego descendía con serenidad. Afuera, el bosque era una tinta viva; adentro, los relojes parecían rendidos. Nos prometimos nada y, al mismo tiempo, todo lo necesario: cuidado, presente, calma.

Cuando el temporal aminoró, sólo quedaban gotas gruesas golpeando el alero. Abrí la puerta unos centímetros y entró el olor a tierra mojada. Ella se arrebujó en una manta y asintió con los ojos: ese aroma también era parte del pacto.

Volvimos al porche. La lluvia había bajado el tono, como una orquesta que recoge los instrumentos. En el horizonte, un gris perlado insinuaba la tregua. Nos quedamos mirando el borde entre la noche y el día, hombro con hombro.

—Nunca había escuchado una tormenta tan de cerca —dijo—. O quizá nunca me había detenido a escuchar.

—A veces hace falta perder el camino para encontrar el silencio justo —respondí.

Ella me buscó la mano otra vez, como si ya conociera el gesto desde siempre. No hubo promesas urgentes. Sólo el entendimiento suave de que algunas cabañas existen para recordarnos que la intemperie también sucede por dentro.

El amanecer nos alcanzó con una luz limpia. La chimenea guardaba rescoldos suficientes para un café. En la mesa, el vapor dibujó espirales sobre nuestras tazas. Y en ese calor pequeño, con el mundo recién lavado, supe que aquella noche no se mediría por rayos ni truenos, sino por la forma en que eligió quedarse.