Prisionero de Su Autoridad

 

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Me llamo Ariel y esta historia ocurrió cuando tenía 18 años. Estaba cumpliendo una sentencia menor en un centro juvenil, y ahí conocí al oficial Muñoz. Alto, de piel morena, músculos marcados bajo el uniforme ajustado, mirada dura y voz firme. Nunca pensé que terminaría siendo su juguete… pero así fue.

Todo comenzó una noche, cuando me encontró fumando a escondidas en el patio. Me empujó contra la pared y me dijo con rabia contenida: “¿Crees que puedes romper las reglas sin consecuencias?”. Me esposó las muñecas con fuerza, me llevó a la sala de vigilancia y cerró la puerta con llave. “Hoy vas a aprender lo que es disciplina”, murmuró mientras se quitaba el cinturón.

Me arrodilló frente a él y me obligó a mirarlo a los ojos mientras sacaba su miembro duro y caliente. “Abre la boca, prisionero”, ordenó. Obedecí. Lo tomé con los labios, primero con miedo, pero luego con deseo. Él gemía, me sujetaba del pelo, marcaba el ritmo. Me obligaba a detenerme y luego a seguir, como un castigo erótico. Después me hizo inclinar sobre la mesa y me dio nalgadas hasta que mi piel ardía. No hubo penetración, solo dominio, órdenes y placer en su forma más cruda.

Desde entonces, cada vez que me portaba “mal”, el oficial me daba una sesión privada de castigo. Y lo peor —o lo mejor— es que empecé a buscar cualquier excusa para romper las reglas. Ser dominado por él se convirtió en mi adicción, mi secreto… mi condena más dulce.