La playa estaba completamente desierta. La luna llena iluminaba el mar y el sonido de las olas rompía el silencio. Caminaba descalzo por la orilla cuando vi a Lara, una amiga de la infancia, sentada sobre una manta con una copa de vino.

—No pensé que aún vinieras aquí de noche —dijo, sonriendo. Me senté junto a ella y brindamos por los viejos tiempos.

Conversamos mientras la brisa movía su cabello. En un momento, sus ojos se clavaron en los míos y todo lo demás dejó de importar.

La besé, sintiendo el sabor del vino en sus labios. Sus manos me rodearon el cuello y se acercó más.

Sus pies descalzos tocaron los míos y sus piernas se entrelazaron con las mías. La sensación de su piel tibia en la noche fresca era irresistible.

Me incliné y besé su cuello, bajando lentamente por su escote. Su respiración se aceleró.

La tumbé sobre la manta, deslizando mis manos por sus muslos hasta apartar su ropa interior.

Comencé a lamerla con movimientos lentos, sintiendo cómo su cuerpo reaccionaba a cada caricia. Su primer orgasmo llegó rápido, con un suspiro profundo.

La penetré con calma, escuchando el sonido de las olas como banda sonora. Su cuerpo se movía al ritmo de las embestidas.

El viento acariciaba nuestra piel y el olor a sal se mezclaba con el de su perfume.

Sus gemidos se perdían en el aire, y pronto su segundo orgasmo la hizo apretarme con fuerza.

Yo estaba al límite. Aceleré el ritmo y me derramé en ella, abrazándola mientras recuperábamos el aliento.

Nos quedamos tumbados mirando las estrellas, sin decir una palabra.

Lara se giró y dijo: —Esta playa siempre fue mágica… pero ahora tiene otro significado.

La abracé, sabiendo que esa noche sería imposible de olvidar.