Después de casi una década sin vernos, Violeta volvió al pueblo. Siempre fuimos inseparables de niñas, dormíamos juntas, compartíamos secretos… y algunas caricias curiosas bajo las sábanas. Ahora las dos teníamos 30 años, más seguras, más libres. Me invitó a tomar vino en su habitación de hotel. “¿Te acuerdas de lo que hacíamos cuando éramos adolescentes?”, me preguntó con una sonrisa pícara.
Le respondí con una mirada. Me acerqué y la besé sin más. Sus labios sabían a deseo guardado durante años. Nos desnudamos con lentitud, como si quisiéramos saborear cada parte que no habíamos visto en tanto tiempo. Sus pechos seguían suaves, su piel ardía. Me tumbó en la cama, se colocó sobre mí y bajó directo a mi entrepierna.
Lamía como si me conociera de siempre, como si hubiera esperado toda la vida para hacerlo. Yo no podía dejar de gemir, aferrándome a sus cabellos mientras me corría en su boca. Luego fue mi turno. Me deslicé entre sus piernas y le ofrecí todo el placer que también le debía desde nuestra adolescencia. La hice gritar mi nombre, morder la almohada, temblar.
Terminamos abrazadas, desnudas, exhaustas. “Siempre supe que esto pasaría”, me dijo. Yo sonreí. Desde entonces, Violeta vuelve cada mes al pueblo. Ya no somos solo amigas de la infancia… somos amantes con historia.