El andén estaba casi vacío cuando el reloj marcó las 23:50 y el altavoz anunció el último tren nocturno.
Subí al vagón 7 con una maleta pequeña y el deseo simple de dormir un par de horas.
El pasillo olía a café tibio y metal, y el traqueteo inicial empezó con un ronroneo suave.
Elegí un compartimento semivacío, con dos asientos enfrentados y una lámpara cálida sobre la mesa.
Minutos después, la puerta corrediza se abrió y entró ella, chaqueta de cuero, falda oscura, mirada serena.
—¿Está libre? —preguntó con una media sonrisa.
Asentí, y el tren tomó velocidad como si aprobara la elección.
Se sentó frente a mí; dejó su mochila, se soltó el cabello, un aroma tenue a vainilla inundó el espacio.
La lluvia empezó a puntear los cristales, un metrónomo perfecto para la conversación que siguió.
Se llamaba Irene; volvía de un concierto y odiaba los hoteles impersonales.
Reí; yo, de una reunión que había durado más de lo necesario.
El silencio siguiente no fue incómodo: nos mirábamos con curiosidad sin fingir otra cosa.
Una curva cerrada nos acercó las rodillas por accidente; ninguno se apresuró a retirarse.
—Estos trenes siempre cuentan historias —dijo, y su voz rozó mi piel.
—Algunas son mejores si se mantienen en secreto —respondí.
Su sonrisa cambió de temperatura; la lámpara pareció bajar un tono.
El tren entró en un túnel y el reflejo de su boca quedó enmarcado en el vidrio.
Apoyó la palma sobre la mesa; puse la mía encima; los dedos se reconocieron sin presentación.
—Cierra —susurró, señalando la puerta corrediza.
El clic fue leve, pero en mi cabeza tronó como un gong.
La luz del pasillo quedó fuera; dentro, quedamos en una penumbra amable.
Me incliné y la besé; primero una duda, después un incendio controlado.
Su lengua buscó la mía con hambre y educación, como quien conoce el camino y decide explorarlo igual.
Mi mano subió por su cintura; la chaqueta cayó sobre el asiento, obediente.
—Hazlo lento —pidió, y el tren obedeció con un balanceo más largo.
Besé su cuello, conté sus latidos con la punta de la lengua, sentí cómo se erizaba con cada número.
El ruido de la lluvia marcaba un compás íntimo, casi privado.
Mis dedos encontraron el borde de su media; ella abrió apenas las piernas, un permiso silencioso.
—Aquí —dijo, guiándome con firmeza.
La humedad me recibió como una promesa cumplida.
Bajé despacio, me arrodillé entre los asientos, el suelo alfombrado crujió leve.
Corrí su ropa interior con cuidado y la besé como si tuviera todo el tiempo del mundo.
Su mano se enredó en mi cabello; un jadeo se le escapó como si rompiera una copa invisible.
El vagón vibraba; yo marcaba círculos; ella respondía con pequeños golpes al borde del asiento.
—No pares —dijo sin voz; yo obedecí con precisión obstinada.
Su primer orgasmo llegó en oleadas cortas, cálidas, casi tímidas.
Respiró hondo; me levantó por la barbilla y me besó con gratitud feroz.
—Te toca —murmuró, y desabrochó mi cinturón como quien abre un secreto.
Su mano me envolvió con una calma que incendiaba.
Se arrodilló frente a mí; la lámpara dibujó un brillo húmedo en sus labios.
Su boca descendió lenta, sin prisa; cada milímetro era una tesis sobre la paciencia.
Me sostuvo la mirada mientras su lengua trazaba rutas que no conocía.
La lluvia arreciaba: afuera tempestades, adentro un puerto seguro.
La detuve antes del borde; no quería acabar la noche en ese minuto.
La senté sobre mis piernas, de frente, y la guié hasta recibirme.
Entré en ella con una facilidad que parecía destino.
Su cadera encontró el ritmo del tren; yo seguí, agradecido del metrónomo de acero.
Besé su clavícula; mis dedos en su espalda, su boca en mi oído.
—Más —pidió, y el vagón obedeció con un bamboleo perfecto.
La giré con cuidado; se apoyó en la ventanilla empañada, las luces exteriores corriendo como estrellas borrosas.
La tomé por detrás, lento, profundo, midiendo su respiración.
La mesa vibraba; los vasos de plástico tintinearon como campanillas discretas.
Su segundo orgasmo fue grande, de espalda arqueada y gemido mordido.
La contuve abrazándola al vientre, dejé que el temblor se apagara sin prisa.
Se volvió y me besó con una ternura recién nacida.
—Aún queda noche —dijo, mirándose el reflejo en el cristal.
Nos sentamos de nuevo, uno frente al otro, respirando el mismo aire caliente.
Pasamos un termo de agua; reímos como dos culpables felices.
Ella subió una pierna al asiento, abierta, franca; me invitó de nuevo.
Esta vez la tomé de la mano, la puse de pie, la apoyé en la puerta cerrada.
Mis labios bajaron otra vez; mis dedos marcaron un compás distinto, más rápido, más audaz.
Su tercer orgasmo llegó con un golpe suave de su cabeza contra el vidrio y mi nombre escapándosele en susurro.
Yo estaba al borde; ella lo notó y me obligó a sentarme.
Cabalgó lenta primero, luego sin pudor, la luz parpadeando al ritmo de sus caderas.
Me pidió que no apartara la mirada; obedecí y fue imposible volver de allí intacto.
El clímax me llegó como una bandada de pájaros rompiendo el cielo.
Quedamos abrazados, sudor y risa, tren y lluvia, noche y piel.
El altavoz anunció la próxima estación; nadie parecía existir salvo nosotros.
Se acomodó la falda; yo abroché mi cinturón con dedos torpes.
—Este compartimento cuenta buenas historias —dije.
—Las mejores no se escriben —respondió, besándome una última vez.
El tren aminoró; luces de ciudad se hicieron nítidas, rectas.
La puerta se abrió con un siseo y entró un soplo de aire frío.
Caminamos por el pasillo en silencio, cómplices de algo que no necesitaba nombre.
En el andén nos detuvimos; la lluvia ya era llovizna suave.
—Vagón 7, próxima vez —sonrió, y se alejó con pasos firmes.
La vi perderse entre paraguas y neón; su perfume quedó en mis manos.
Supe, con certeza intacta, que esa noche no me iba a dejar dormir.