Siempre hubo algo extraño entre mi cuñada y yo. Desde que empecé a salir con su hermana, yo notaba sus miradas furtivas, sus comentarios con doble sentido, y esa forma tan descarada de caminar cuando solo estábamos los dos. Su nombre es Andrea, una mujer de 30 años, rubia natural, ojos verdes intensos y una risa contagiosa. Vivíamos cerca, así que las reuniones familiares eran frecuentes. Pero fue en una noche de juegos de mesa que las reglas cambiaron para siempre.
Mi esposa se quedó dormida en el sillón después de varias copas de vino. Andrea y yo seguíamos tomando, riendo, contándonos cosas. La tensión se podía cortar. Me miró fijo y dijo: “¿Alguna vez has pensado en besarme?” Me quedé helado. No supe qué decir. Ella no esperó respuesta. Se acercó, tomó mi rostro con decisión y me besó. Fue intenso, prohibido, perfecto. Sus labios sabían a vino y a deseo acumulado.
Me llevó a la cocina, me empujó contra la encimera y se arrodilló con una sonrisa traviesa. Bajó mi pantalón y se tragó mi polla como si lo hubiera esperado desde siempre. Su lengua se movía como una experta, mirándome desde abajo mientras su saliva cubría todo mi tronco. Gemí con los dientes apretados para no despertar a nadie, mientras ella lamía mis testículos con una ternura sucia que me enloquecía.
La subí sobre la mesa. Le arranqué el pantalón corto y la tanga diminuta. Su coño estaba empapado. Le abrí bien las piernas y la penetré de un golpe, haciéndola gemir en voz baja. Su cuerpo se arqueó, se aferró a mi cuello, y comenzó a moverse sobre mí como si fuera su amante de toda la vida. Cambiamos de posición. Me montó, rebotando con una energía salvaje. Se mordía los labios, me apretaba el pecho, me susurraba que había esperado años por esto.
Me corrí dentro de ella, profundo, mientras su cuerpo temblaba en un orgasmo prolongado. Después, me abrazó en silencio, ambos jadeando, sabiendo que habíamos cruzado una línea. Pero no nos detuvimos. Esa fue solo la primera noche. Desde entonces, cada vez que hay una reunión familiar, Andrea y yo nos escapamos. El juego no ha terminado. Y cada vez que tira un dado, yo ya sé quién gana.