Noche de Balcón y Pecados al Viento
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La noche caía sobre la ciudad con un silencio extraño, como si las calles hubieran decidido guardar un secreto. Desde el balcón del apartamento, las luces de los edificios dibujaban un horizonte inquietante. El viento traía consigo un aroma a lluvia que parecía anticipar algo más que tormenta.
Ella estaba recostada contra la baranda, con un vestido ligero que jugaba con cada ráfaga. Sus manos sostenían una copa de vino, y en cada sorbo parecía esconder un pensamiento que no terminaba de revelar. La miraba desde la puerta, observando cómo la tela rozaba sus muslos y cómo su mirada se perdía en el vacío iluminado.
Me acerqué despacio, dejando que el crujido de mis pasos sobre el piso de madera anunciara mi presencia. Ella giró apenas el rostro, con esa media sonrisa que sabía que me desarmaba. El viento levantó un mechón de su cabello y lo llevó a sus labios; lo apartó con un gesto que, sin proponérselo, encendió algo en mí.
—No pensé que llegarías tan pronto —susurró, sin apartar la vista del horizonte.
—No pensé que me esperarías así —respondí, quedando a su lado.
La ciudad se estiraba ante nosotros, indiferente a lo que estaba por suceder. Nuestras manos se encontraron sobre la baranda, tibias, explorando sin prisa. Ella apoyó la copa y me miró directamente, como si las palabras hubieran dejado de ser necesarias. El vestido se movía con el viento, marcando cada línea de su cuerpo.
Me incliné y dejé un beso suave en su cuello, justo donde el pulso latía con fuerza. Ella cerró los ojos y respiró hondo, como si ese contacto fuera una caricia largamente esperada. Mis manos buscaron su cintura, sintiendo el calor que traspasaba la tela. El viento, cómplice, se colaba entre nosotros como un tercero invisible.
La lluvia empezó a caer en gotas tímidas, golpeando el metal del balcón. Ella se giró hacia mí, y en ese movimiento su vestido se deslizó apenas, dejando al descubierto su hombro. Nuestros labios se encontraron con un hambre silenciosa, un deseo que había estado aguardando entre miradas y silencios.
No recuerdo en qué momento dejamos de estar de pie. Solo sé que el suelo del balcón se convirtió en el escenario de un abrazo sin medida, en el que la lluvia y el viento se mezclaban con el calor de nuestros cuerpos. La ciudad, allá abajo, seguía ajena, mientras nosotros nos dejábamos arrastrar por una corriente mucho más intensa que cualquier tormenta.
Cuando la lluvia se volvió más fuerte, nos refugiamos adentro, sin romper el contacto. El balcón quedó abierto, dejando entrar el olor a tierra mojada y el eco de la noche. Sabíamos que, aunque el mundo volviera a la calma, esa noche quedaría marcada como un pacto silencioso entre nosotros y el viento.