Estaba de vacaciones en Cartagena cuando conocí a Denzel, un moreno imponente con sonrisa traviesa y cuerpo de atleta. Su español era limitado, pero nuestros cuerpos se entendieron desde el primer roce. Me invitó a su departamento frente al mar y, sin mediar palabra, me empujó contra la pared y me besó con una pasión animal. Sentí su bulto marcándose fuerte sobre mi vestido delgado.

“Quiero probar todo de ti”, me susurró al oído. Me desnudó con ansias, y al ver su miembro erecto, mi cuerpo se estremeció. Se arrodilló y comenzó a lamerme como si buscara el centro de mi alma. Su lengua era poderosa, precisa, implacable. Me corrí en su boca, gritando de placer. Me cargó con facilidad, sujetándome de los glúteos mientras me empalaba sobre él.

Me penetró con fuerza brutal, de pie, en la cama, en el suelo. Me volteaba, me sujetaba del cuello, me azotaba el trasero mientras me decía en su idioma lo mucho que le gustaba mi cuerpo. “You’re so tight, mami…” jadeaba. Mi interior ardía con cada estocada salvaje. Lo sentía profundo, llenándome como ningún otro hombre. Me hizo venir tres veces, con gemidos que resonaban por todo el apartamento.

Cuando finalmente eyaculó, su rugido de placer fue tan fuerte como mi cuarto orgasmo. Caímos exhaustos en la cama, cubiertos de sudor. Denzel sonrió y dijo: “Mañana… otra ronda.” Y así fue durante toda mi estadía. Cartagena fue caliente… pero él, mucho más.