Me llamo Isaac, y tenía 18 años cuando pasé una temporada en casa de mi tía Lila. Siempre me pareció atractiva: una mujer madura, de curvas generosas, labios carnosos y una risa que me volvía loco. Una noche, mientras mis primos estaban de campamento, nos quedamos solos viendo una película. Yo en short, ella en bata... sin sostén.
Notó que no podía dejar de mirarle los senos. Se acercó y me dijo: “¿Te gusta lo que ves?” No supe qué responder. Ella tomó mi mano y la puso sobre su pecho. Sentí cómo su pezón se endurecía. “Ven, acuéstate conmigo. Hoy vas a saber lo que es estar con una tía de verdad.”
Me llevó a su habitación y me desnudó lentamente. Me acarició, me besó el cuello, el pecho… bajó y me lo metió en la boca como una experta. Me hizo gemir como nunca. Luego se acostó, abrió sus piernas y me dijo: “Despacito… soy tu primera vez, pero quiero que la recuerdes toda la vida.”
Entré en ella con nervios y deseo. Me guiaba con sus caderas, sus gemidos me volvían loco. Me miraba con deseo y ternura. “Más fuerte, Isaac… así… hazme tuya.” Me corrí dentro de ella entre jadeos y temblores. Después me abrazó y me susurró: “Ahora ya sabes cómo se hace... y cuando quieras repetir, sabes dónde dormir.”
Desde ese día, dormir en casa de tía Lila nunca volvió a ser inocente.