Mi nombre es Jahir, tengo 25 años, pero esta historia sucedió cuando tenía 20 años. Mi madre siempre me dejaba pasar vacaciones en casa de mi madrina Karina, una mujer de 40 años, soltera, de sonrisa encantadora y un cuerpo que parecía esculpido con curvas para el pecado. Siempre fue cariñosa conmigo, pero aquel verano todo cambió.
Una noche, tras cenar y tomar unas copas de vino, me pidió que la ayudara a masajearse la espalda. Se acostó boca abajo en su cama con una bata entreabierta. Cuando me senté sobre sus muslos para frotar sus hombros, noté que no llevaba ropa interior. “¿Nunca has sentido a una mujer de verdad, Jahir?” me preguntó sin voltear. Me quedé en silencio. “¿Te gustaría experimentar… conmigo?”
Se giró lentamente, y la lencería cayó por completo, dejando al descubierto su cuerpo maduro y provocativo. Me atrajo por la nuca y me besó, con una mezcla de ternura y hambre. Luego se deslizó hacia abajo, bajó mi pantalón, y al ver mi erección, sonrió. “Vamos a probar cómo usas esa lengua antes de cualquier otra cosa.”
Se recostó sobre la cama, abrió sus piernas lentamente, y me sujetó del cabello. “Lámeme como si tu vida dependiera de ello.” Me incliné, nervioso pero excitado, y comencé a besar su sexo húmedo, tibio, perfumado. Me guiaba con sus gemidos, con sus manos firmes. “No pares, justo ahí… así… buen chico…”
Su cuerpo se arqueaba, y sus gemidos llenaban la habitación. Le lamí el clítoris con suavidad primero, luego con decisión. Cuando se corrió, temblando, me tiró de los cabellos y me besó de nuevo. “Ahora ya no sos un simple niño. Sos mi hombre.”
Durante todo ese verano, mi madrina me enseñó todo lo que una mujer madura puede darle a un joven con deseo… y sumisión. Y desde entonces, cada vez que vuelvo a su casa, su cama me espera caliente… y húmeda.