Mi Madre Me Enseñó Lo Que Ninguna Mujer Se Atrevió
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Siempre sentí una atracción imposible por mi madre. No podía evitar mirar su cuerpo cuando salía de la ducha con solo una toalla, o cuando se agachaba frente a mí en ropa ajustada. Yo tenía 21 años y ella 44 años, con unas curvas explosivas, pechos firmes y una mirada que a veces parecía saber lo que yo pensaba. Hasta que una noche, todo se volvió real.
Habíamos tomado vino juntos, solos en casa. Ella se rió más de lo habitual, se acercó demasiado, y me tocó la pierna. “¿Alguna vez estuviste con una persona mayor?” Me quedé sin palabras. “¿Te gustaría aprender conmigo?” Me besó. Me dejó mudo. Me tomó la mano y la llevó a su pecho. Me dejó sentir sus pezones duros debajo de la blusa. “Quiero que me hagas tuya.”
Me llevó a su habitación, se desnudó sin vergüenza. Me empujó a la cama, se arrodilló y comenzó a mamarme lentamente. “Mi niño… estás enorme.” Su boca era perfecta. Me la chupó con hambre, con maestría. Luego se subió encima de mí, se sentó sobre mi polla y se la metió entera sin avisar. Gritamos juntos. “Hazlo más duro… quiero sentirlo todo.”
La tomé de la cintura y empecé a embestirla con fuerza. Ella gemía, se clavaba más profundo, me arañaba el pecho. “Sácamelo dentro… quiero sentirte por días.” Nos corrimos juntos. La abracé, sudado, jadeando. Me besó el cuello y dijo: “Ahora ya sabes… lo que es amar de verdad.”