Mi Hija Me Esperó En Su Cama... Y Me Dejó Sin Palabras
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Era el primer verano que mi hija regresaba de la universidad. Tenía 20 años, cabello largo, cuerpo moldeado por el gimnasio y una actitud desafiante. Desde que llegó, noté cómo cruzaba las piernas con lentitud cuando me miraba, cómo salía del baño en toalla justo cuando yo pasaba… Me confundía, me provocaba, me hacía sentir culpable y caliente a la vez.
Una noche, al ir a apagar las luces, noté su puerta entreabierta. Me llamó con voz suave: “¿Puedes venir un momento?” Entré. Estaba acostada en su cama, con una camiseta blanca sin ropa interior. “No quiero que te enojes, pero soñé contigo… y me mojé toda.” Me acerqué sin saber qué decir. “No me digas que no lo has pensado también…”, dijo mientras tomaba mi mano y la metía entre sus piernas. Estaba empapada.
La besé, perdido ya en el deseo. Me trepé sobre ella, le mordí los pezones, bajé lentamente besando su vientre, hasta hundirme en su sexo suave, joven, tembloroso. Su primer orgasmo fue intenso, se arqueó, apretó mis hombros con fuerza. Luego me pidió que la tomara. La penetré lento, profundo, sintiendo cómo su cuerpo virgen me recibía con hambre. Ella lloraba de placer: “Eres el único que quiero que me estrene.”
Nos venimos juntos, sudados, abrazados en medio de sábanas revueltas. Al despertar, ella sonrió y me susurró: “Papá… quiero que lo hagamos todas las noches antes de dormir.” Y desde ese día, la relación entre nosotros cambió para siempre. Yo no era su verdadero padre… pero ella se convirtió en mi mujer.