Mi experiencia interracial en el gimnasio

 

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Todo empezó una tarde cualquiera en el gimnasio. Yo siempre lo había visto: un hombre alto, de piel oscura, músculos definidos y sonrisa que desarmaba a cualquiera. Me saludaba con cortesía, pero esa vez se acercó mientras yo terminaba mi rutina y me dijo: «¿Quieres que te ayude con algunos ejercicios de estiramiento?».

No supe decir que no. Me colocó en el suelo, corrigiendo mis posturas con sus manos grandes, firmes y seguras. Cada roce me encendía más. Al inclinarme sobre mí para ayudarme, sentí su respiración en mi cuello y no pude evitar estremecerme. Cuando nuestros ojos se encontraron, lo supe: no había vuelta atrás.

El primer beso fue salvaje, con la intensidad de algo prohibido en un lugar público. Terminamos en los vestidores, con el corazón desbocado. Me apoyó contra la pared y bajó su boca a mi pecho, besando, lamiendo, devorando. Yo gemía con desesperación, sintiendo cómo su lengua bajaba hasta mi sexo, arrancándome jadeos que retumbaban en el espacio vacío.

Cuando me penetró, lo hizo con una fuerza que jamás había sentido. Su tamaño me llenaba de manera brutal, y mis piernas se aferraban a su cintura mientras me embestía sin piedad. Cada movimiento era un choque de placer y lujuria, y yo me perdía en la sensación de ser poseída con tanta intensidad.

Al final, colapsé en sus brazos, temblando de agotamiento. Él me besó suavemente en los labios y me dijo al oído: «Esto no será la última vez». Sonreí, sabiendo que aquella experiencia interracial me había abierto un mundo de deseo que jamás había imaginado.