Me llamo Fiorella, tengo 22 años y estudio diseño gráfico. Cuando llegué a la residencia femenina, no conocía a nadie. Pero desde el primer día, todas hablaban de ella: Victoria. Tenía 29 años, era la encargada del edificio, y aunque no era una estudiante más, todas le temían… y la deseaban. Alta, de cabello corto, ojos verdes y una presencia que hacía temblar las paredes.
Durante semanas la observé en silencio. Yo era tímida, reservada, con poca experiencia… pero algo en su forma de caminar, en cómo daba órdenes, me hacía fantasear despierta. Hasta que una noche, tras volver tarde por una fiesta, me estaba esperando en la recepción. “A mi oficina. Ahora.”
Me senté frente a su escritorio. Cerró la puerta y caminó lentamente hacia mí. “¿Crees que puedes romper las reglas del juego sin consecuencias?” me dijo, mientras se inclinaba hacia mí. Su mano se posó sobre mi muslo. “He visto cómo me miras. ¿Quieres que te enseñe a comportarte como se debe?” No pude responder. Solo asentí. Me levantó de la silla, me pegó contra la pared y me besó con fuerza.
Comenzó a quitarme la ropa con movimientos precisos, como si supiera exactamente lo que hacía. Me arrodilló y dijo: “Lame mis botas. Aprende a obedecer.” Lo hice, temblando de excitación. Luego me llevó a su cama, me ató las muñecas con su corbata y se sentó sobre mi cara. “Quiero sentir tu lengua. No te detengas hasta que yo lo diga.”
Su sabor era intenso, delicioso. Su cuerpo temblaba sobre mí mientras jadeaba órdenes. Me golpeaba suavemente la cara cada vez que intentaba apartarme. “¿Te creías valiente? Eres mía ahora.” Me corrí sin siquiera tocarme, solo con su control absoluto. Luego se colocó un arnés, me dio la vuelta y me susurró al oído: “Ahora vas a entender quién manda aquí.”
Me penetró con fuerza, sujetándome de los brazos atados. Cada embestida marcaba su autoridad sobre mi cuerpo. Gemía su nombre entre lágrimas de placer. Cuando terminó, me besó la frente y dijo: “A partir de hoy, tus reglas las pongo yo.” Y desde entonces, cada noche… duermo obedeciendo.