La noche había borrado los contornos del mundo y la playa parecía una página oscura donde la luna escribía con tinta plateada. Las olas llegaban mansas, como si supieran guardar silencio cuando alguien respira hondo por primera vez.
Ella caminaba descalza sobre la orilla, dejando huellas que el agua aprendía de memoria y borraba con cuidado. Llevaba un vestido ligero, apenas una sombra clara moviéndose entre dos azules: el del cielo y el del mar.
—Llegaste —dijo sin volver la vista, como si hubiera escuchado mis pasos dentro del viento.
—No sé llegar tarde a los lugares que importan —respondí, acercándome hasta que el rumor de su respiración se mezcló con el de la marea.
Nos sentamos en una manta frente a la línea del horizonte. El aire olía a sal y a algo nuevo. A lo lejos, un barco dibujó un trazo tenue de luz, como si alguien guiñara desde otra historia.
Ella habló de mareas que cambian de humor, de faros que siempre encuentran a quien los busca, de veranos en los que uno aprende a oír sus propios pasos. Su voz acariciaba la noche con la confianza tranquila de quien reconoce su orilla.
Compartimos una botella pequeña de vino. El vidrio sudaba; nuestras manos también. Cuando le aparté un mechón de la frente, la luna eligió ese instante para mostrarnos más nítidos.
El primer beso fue un secreto bien dicho. No tuvo urgencia: fue una puerta que se abre y un umbral que se cruza despacio. En su boca había un leve sabor a sal y promesa.
El viento levantó el borde del vestido y el tejido habló en susurros. Mis dedos siguieron el mapa de su clavícula, un camino breve que terminaba siempre en el abrazo. Ella apoyó las manos en mi pecho, como quien confirma un dato antes de guardarlo para siempre.
Nos tumbamos mirando el cielo. La Vía Láctea parecía un oleaje quieto; las estrellas, puertos diminutos. Ella nombró una constelación que yo no conocía y, de tanto repetir el nombre, la noche decidió adoptarlo para nosotros.
Cuando una ola alcanzó la manta, nos reímos al mismo tiempo. El agua nos rozó los tobillos y dejó sobre la piel un brillo que competía con la luna. «El mar firma», dijo, y supe que esa firma nos incluía.
Volvimos a sentarnos, hombro con hombro. La cercanía tenía un idioma cierto: manos que buscan, respiraciones que acuerdan, silencios que dicen sí. El mundo, por fin, se había quedado del lado correcto.
Ella se incorporó y me tendió la mano. Caminamos hasta que el agua nos abrazó a las rodillas. La noche estaba tibia; el mar, atento. En ese borde líquido, su frente tocó la mía y el tiempo obedeció, más lento, más nuestro.
Regresamos a la manta con pasos sin prisa. Sobre la arena, el latido encontraba un ritmo antiguo, casi de tambor suave. La luna, generosa, nos dejó una claridad discreta para que todo lo importante pudiera verse sin explicarse.
Hubo besos largos y palabras al oído que no pedían respuesta. Hubo manos que aprendieron la manera justa de decir «quedate». Hubo promesas sin calendario, escritas en la piel debajo del sonido constante de las olas.
Cuando el viento cambió de dirección, la madrugada ya observaba desde el borde. Ella se arropó con la manta y apoyó la cabeza en mi hombro. «Escucha», pidió. Y escuchamos: el mar poniendo fondo a nuestro recuerdo recién hecho.
Las gaviotas madrugaron antes que nosotros. La primera luz pintó de albaricoque la curva del agua. Recogimos la manta, la botella vacía, las huellas que aún resistían. La playa, cómplice, nos devolvió un silencio satisfecho.
—Volvamos cuando la luna sea otra —dijo, con esa sonrisa que enciende faros. Asentí, sabiendo que algunas noches no cambian, sólo aprenden a pronunciarse mejor.
Mientras nos alejábamos, la marea subió un poco más, como si quisiera seguirnos. La luna se escondió tarde. Y el mar, paciente, guardó para sí el resto de la historia.