El estudio olía a tela nueva y a café recién hecho. Afuera, la ciudad apenas bostezaba; adentro, un hilo de luz anaranjada se colaba por el ventanal alto y convertía el polvo en pequeñas galaxias.
Ella llegó puntual, con una gabardina clara y una carpeta bajo el brazo. Dejó el abrigo en un maniquí y sonrió sin prisa, como si el reloj fuera cómplice.
—Quiero una sesión distinta —dijo—. Menos poses, más verdad.
Asentí. Encendí la luz principal, ajusté un softbox y la pantalla reflectora. La primera ráfaga de flash fue un latido que marcó el inicio de algo que no sabíamos nombrar.
Probamos fondos: lino crudo, papel humo, un telón granate que parecía guardar secretos antiguos. Ella se movía con una seguridad serena; cada gesto suyo era un boceto perfecto.
—Respira —le pedí—. Que la cámara te siga, no al revés.
Su espalda se relajó; bajó los hombros y me miró como si en el visor hubiera una ventana hacia otra versión de sí misma. Disparé. El obturador sonó limpio, exacto.
La mañana se estiraba. En una pausa, sirvió café en dos tazas blancas y apoyó la cadera en la mesa de utilería. La escuché hablar de sus últimos meses: ciudades, hoteles, trenes. Yo le conté del estudio, de cómo la luz a esa hora siempre encuentra la cara de las cosas.
—Por eso vine al amanecer —dijo—. Quería estar aquí cuando todo todavía puede empezar.
Volvimos al set. Cambié la luz rasante por una más envolvente; el ambiente se volvió cálido, casi líquido. Su cabello cayó hacia un lado y, por un segundo, el silencio nos dejó frente a frente, más cerca de lo previsto.
—¿Otra toma? —preguntó, sin moverse.
—Sí —respondí, pero no levanté la cámara. Me acerqué con la excusa de ajustar un pliegue en la camisa. El roce fue mínimo, suficiente para que el aire cambiara de forma.
La siguiente foto la hice sin mirar el visor: a pulso, confiando en que el gesto iba a encontrar su lugar. Cuando revisamos la pantalla, la imagen tenía esa vibración de lo inevitable.
La luz del este subió un tono. Ella se acercó al ventanal y apoyó la frente en el frío del vidrio. La ciudad se veía limpia, todavía sin ruido. Me hizo un gesto para que me pusiera a su lado.
—¿Sabes? —dijo—. A veces lo importante no es la pose, sino el intervalo que la sostiene.
En el reflejo del cristal, nuestros perfiles se tocaban sin tocarse. La proximidad tenía su propio idioma: manos que dudan y luego encuentran, respiraciones que aprenden a ir al mismo ritmo.
No hubo palabras durante un rato. Sólo el crujido suave del parquet y el zumbido de un fluorescente que se negaba a morirse. El estudio era un planeta con gravedad propia.
Ella tomó mi cámara y la dejó a un lado, con cuidado. Volvió con una sonrisa que no pedía permiso. El primer beso fue honesto, fresco como la luz que nos llegaba al rostro. La mañana, de golpe, pareció detener su marcha.
Guardamos el beso como quien resguarda un negativo valioso. No hubo carreras ni urgencias: apenas caricias que aprendían a decir sin explicar, promesas que pedían ser descubiertas fotograma a fotograma.
Cuando el sol por fin venció a las nubes, hicimos la última serie. Posó descalza, la gabardina apenas sostenida, los ojos llenos de algo nuevo. Disparé algunos cuadros y supe que, aunque nadie pudiera verlo, en cada píxel quedaría la memoria de lo que no contamos.
Apagué las luces, el estudio respiró hondo. Ella volvió a la mesa, recogió la carpeta, tomó un sorbo del café ya frío y me miró con la certeza tranquila de quien sabe que ha quedado algo más que fotografías.
—Mándame las pruebas —dijo—. Y… guarda una para ti.
La acompañé hasta la puerta. La calle ya hacía ruido. Antes de irse, rozó mi mano con la suya, un instante breve que pareció durar lo necesario.
Me quedé solo con el eco de sus pasos y la luz de las 6:12 atrapada en los fondos. Revisé una de las imágenes y la verdad estaba ahí: no en la pose, sino en el intervalo.