Era el último día de rodaje de una película independiente. El set estaba casi vacío, salvo por algunos técnicos guardando el equipo. Me encontraba en el pasillo trasero cuando escuché risas provenientes de uno de los camerinos.
Toqué suavemente y la puerta se abrió, revelando a Julieta, la protagonista, aún con el vestuario de la última escena: un vestido ajustado de seda negra y un maquillaje que resaltaba sus labios rojos.
—Pasa, necesito ayuda para quitarme este vestuario —dijo con una sonrisa traviesa. Entré, cerrando la puerta detrás de mí.
El camerino estaba iluminado por los focos del espejo, que creaban un ambiente cálido. Me acerqué y deslicé la cremallera de su vestido, sintiendo cómo la tela caía lentamente hasta revelar su espalda desnuda.
Julieta se giró y me besó con suavidad, aumentando la presión poco a poco hasta que nuestras lenguas se encontraron. Sus manos exploraron mi pecho mientras yo recorría sus curvas.
Se sentó en la silla frente al espejo, separando las piernas para invitarme a acercarme. Me arrodillé y besé el interior de sus muslos, subiendo lentamente hasta su centro.
Su respiración se aceleraba con cada caricia de mi lengua. El espejo reflejaba su rostro, sus ojos cerrados y la forma en que mordía su labio inferior.
Su primer orgasmo llegó rápido, con un gemido que resonó en el pequeño camerino. Sonrió y me atrajo hacia ella para besarme de nuevo.
La levanté y la apoyé contra la pared, penetrándola con un movimiento firme. Su vestido caído aún colgaba de sus brazos, dándole un aire de escena prohibida.
Mis manos se aferraban a sus caderas mientras el ritmo se volvía más intenso. Julieta se movía conmigo, gimiendo contra mi oído.
La giré para tomarla por detrás, apoyada en la mesa del maquillaje. El sonido de nuestros cuerpos chocando se mezclaba con el tintinear de los frascos y pinceles.
Su segundo orgasmo fue más largo, temblando mientras sus uñas se clavaban en la mesa.
Yo estaba al límite. Un último impulso y me derramé dentro de ella, abrazándola mientras ambos respirábamos agitados.
Nos quedamos unos segundos en silencio, con el espejo reflejando nuestras pieles sudorosas y sonrisas cómplices.
Julieta se volvió a poner parte del vestido, pero me guiñó un ojo: —Prométeme que no borrarás esta escena de tu memoria.
Salí del camerino con el corazón latiendo rápido, sabiendo que la mejor parte de la película nunca estaría en pantalla.