Lo Que Nunca Debimos Hacer

 

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Me llamo Eduardo, tengo 21 años, y esto ocurrió cuando tenía 18 años. Viví toda mi adolescencia junto a mi prima Katiuska. Aunque nos tratábamos como hermanos, con el tiempo su cuerpo empezó a cambiar, y mis ojos ya no podían evitar verla de otra manera. Ella también lo notaba. Había tensión cada vez que quedábamos solos. Pero fue durante unas vacaciones en la playa que todo estalló.

Dormíamos en el mismo cuarto, en camas separadas. Una noche, el calor era insoportable y ella decidió dormir solo con una camiseta larga y nada más. Se metió en mi cama diciendo que tenía miedo de los grillos. Su cuerpo se pegó al mío y sentí cómo se erizaba al contacto. Sin decir palabra, nuestras bocas se buscaron. Comenzamos a besarnos con una mezcla de nervios y lujuria. Su lengua rozó la mía mientras su mano bajaba por mi pecho hasta llegar a mi erección.

Me tomó con firmeza y comenzó a acariciarme con una lentitud que me volvía loco. Luego bajó, se acomodó entre mis piernas y me miró con esos ojos de fuego. Su boca se cerró sobre mí con una dulzura inexperta, pero tan excitante que me hizo gemir de inmediato. Nunca nadie me había hecho sentir así. La tomé del cabello y la guié, enseñándole cómo me gustaba. Ella aprendía rápido… demasiado rápido.

Esa fue nuestra primera vez. No hubo penetración, pero sí una entrega completa. Después, lo hicimos muchas veces más, siempre en secreto, siempre con esa mezcla de culpa y deseo. Sabíamos que estaba mal. Pero nos encantaba romper las reglas… especialmente las que nunca se debían romper.