Vivía solo en mi departamento, y mi vecina Clara, una mujer madura, siempre me había parecido atractiva. Una tarde me invitó a ayudarla a mover unos muebles. Cuando terminamos, me ofreció vino. La conversación se tornó íntima y, entre risas, me confesó que hacía tiempo no disfrutaba de un buen encuentro. Yo, entre nervios y deseo, le dije que podía ayudarla con eso.
La tensión explotó en un beso cargado de pasión. Clara se movía con la seguridad de una mujer con experiencia, y pronto me tenía desnudo en su sofá. Su boca recorrió mi cuerpo con maestría, haciéndome temblar. Luego me empujó hacia abajo, y me ordenó que la devorara. Me lancé a su sexo, saboreándola hasta hacerla gemir con fuerza.
Cuando me penetró, lo hizo de una forma distinta. «Hoy vas a probar algo nuevo», me dijo con picardía. Se colocó detrás de mí y, con lubricante, guió su juguete hasta mi entrada. El primer contacto me estremeció, pero al dejarme llevar, el placer anal me invadió con una intensidad desconocida. Grité, gemí, me entregué completamente a ella.
Luego me montó y me cabalgó con fuerza, alternando entre el placer vaginal y el anal. Mi cuerpo no podía más, y exploté en un orgasmo tan potente que me dejó agotado, con las piernas temblando. Ella sonrió, me besó la frente y dijo: «Ahora ya sabes por qué las mujeres maduras tenemos tanto que enseñar».
Salí de su departamento en estado de trance, sabiendo que nunca más vería el sexo de la misma manera. Clara me había abierto una puerta que jamás se volvería a cerrar.