La Vecina De Al Lado Me Enseñó Todo En Una Tarde

 

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Tenía 21 años y vivía solo por primera vez. El apartamento era pequeño, pero suficiente. Lo mejor era mi vecina: la señora Paula. Una mujer de Cuarenta y cinco años, morena, con curvas que parecían talladas a mano, labios gruesos, y una voz grave que me hacía temblar. Siempre me saludaba con una sonrisa maliciosa, y una tarde calurosa, mientras yo sacaba la basura en short sin camiseta, me dijo: “Ven, ayúdame con algo pesado.”

Entré a su departamento. Estaba fresco, olía a vainilla y algo más… deseo. Apenas cerró la puerta, me miró de arriba hacia abajo. “Estás creciendo rápido… y eso se nota.” Me quedé mudo. Ella se acercó, me acarició el pecho y bajó la mano hasta mi pantalón. “¿haz tenidos relaciones sexuales antes con una mujer?” Negué, tartamudeando. Me empujó al sofá y se sentó a horcajadas sobre mí. Me besó lento, lujuriosa, mientras sus caderas se frotaban contra mi erección. Me sentí dominado y, al mismo tiempo, el chico más afortunado del planeta.

Me desvistió con habilidad. Me lamió el pecho, el abdomen, y luego se tragó mi polla como si fuera un helado de verano. Gemía mientras lo hacía, como si le diera tanto placer como a mí. Luego se sentó encima, sin dejar de mirarme a los ojos. “No te muevas… yo mando.” Se movía lento, profundo, con una técnica que me hacía ver estrellas. Cuando estaba por correrme, se levantó, escupió sobre mi trasero y se posicionó detrás de mí con un arnés. “Ahora te toca aprender.”

Me penetró sin piedad. Gemí fuerte, sin vergüenza. Cada movimiento era castigo y placer. Me decía: “Eres mi muñeco. Solo mío.” Cuando terminó, me abrazó y me susurró al oído: “Ahora, cada vez que tus padres vengan a visitarte, asegúrate de tener la puerta cerrada… porque yo voy a seguir viniendo.”