Mis amigas organizaron mi despedida de soltera en una cabaña privada fuera de la ciudad. Alcohol, música, risas... y una sorpresa: un stripper contratado solo para mí. Alto, musculoso, moreno, con mirada de depredador. Apenas apareció con su uniforme de policía falso, mis amigas me esposaron a una silla. “Es parte del juego”, dijeron riendo. Yo también reí... hasta que él se acercó.
Comenzó bailando frente a mí, rozando su pelvis contra mi rostro. Luego se inclinó y susurró al oído: “Esta noche eres mi prisionera.” Empezó a desabrocharme el vestido con lentitud, lamiendo mi cuello, mis hombros, mis senos. Yo estaba esposada, indefensa, con los pezones duros de la excitación. Mis amigas aplaudían y bebían mientras él me chupaba los pezones como un experto.
De repente, me levantó —sin liberarme— y me puso de rodillas. “Quiero sentir tu boca, novia ardiente.” Saqué su miembro y comencé a chuparlo con desesperación, como si fuera mi primera vez. Me sujetó la cabeza y marcó el ritmo. Se lo tragaba entero, con las esposas apretando mis muñecas. Después, me tumbó boca arriba en la mesa, me abrió las piernas y me penetró con fuerza. Mis amigas grababan, animaban, gritaban.
Lo hizo por todos los ángulos, hasta que me vine varias veces. Acabó en mi vientre, jadeando. Al quitarme las esposas, me besó y dijo: “Tu marido jamás te follará así.” Y lo peor… es que tenía razón. Fue la noche más sucia, excitante y memorable de mi vida… y aún ni me he casado.