El edificio ya había quedado casi vacío cuando apagué mi monitor y miré el reflejo de las luces de la ciudad en el ventanal.


Detrás, escuché el sonido suave de unos pasos y la puerta del pasillo cerrándose con un clic discreto.


Era Martina, con su blazer oscuro y el cabello recogido en un moño que dejaba libres algunos mechones rebeldes.


—¿También te quedaste hasta tarde? —preguntó, apoyando una carpeta sobre mi escritorio.


Asentí, y ambos sonreímos con ese cansancio cómplice de quienes comparten silencios laborales.


La oficina en penumbra parecía un escenario preparado: lámparas bajas, pasillos quietos, la ciudad respirando detrás del vidrio.


—Me cuesta irme cuando aún me queda algo por decir —susurró, sin precisar de qué hablaba.


Se acercó al ventanal y dejó que la luz de la calle dibujara una línea sobre su perfil.


Me paré a su lado; el cristal estaba tibio y el mundo afuera parecía moverse en cámara lenta.


—Podemos quedarnos un minuto más —propuse—, solo para que el día no termine de golpe.


Martina soltó un hilo de risa, breve, y se giró hacia mí con una calma que encendía preguntas.


—Un minuto puede ser suficiente… o puede no alcanzarnos —dijo, jugando con el borde de su blazer.


La electricidad del ambiente cambió sin hacer ruido, como si el edificio lo intuyera antes que nosotros.


Saqué una pequeña lámpara de escritorio y la acerqué; su luz cálida encendió un círculo íntimo sobre la alfombra.


—Si te sientes incómoda, lo decimos y paramos —aclaré, dejando las cartas sobre la mesa antes de levantarlas.


Ella asintió con una seriedad dulce y respiró hondo, como quien se concede permiso.


—Palabra clave: «luz» —propuso—. Si la digo, nos sentamos, hablamos y listo.


—Hecho —respondí, y la tensión se volvió una invitación segura.


Martina se quitó el blazer con lentitud, como si desanudara el día de sus hombros.


Me pidió la mano y la llevó a su cintura, solo un segundo, para medirnos el pulso.


El tejido de su camisa era fresco; la yema de mis dedos notó cómo se erizaba la piel bajo la tela.


—Dirígeme —murmuró—, pero con la delicadeza de quien escucha.


Tomé suavemente sus muñecas y las situé tras su espalda, sin atarlas, solo sugiriendo una línea.


Ella inclinó la cabeza, cerró los ojos y sonrió con una confianza que me atravesó.


El primer beso fue apenas un roce, un ensayo que se quedó más tiempo del previsto.


Su aliento en mi comisura tuvo sabor a café tardío y decisión recién estrenada.


La acerqué al borde del escritorio; la lámpara dibujó sombras que se movían con nuestro ritmo.


—Si algo no… —empecé, pero ella me detuvo con un gesto suave.


—«Luz» —repitió, recordando la llave—. Lo sé. Y por ahora, seguimos.


Mis manos viajaron por su espalda hasta su nuca, donde el moño rendido dejaba escapar un mechón obstinado.


Martina llevó su palma a mi pecho, midiendo la cadencia como si marcase un compás.


—Más lento —susurró, y obedecí; descubrir también es un acto de paciencia.


Nos quedamos así, probando tiempos, pausas, respiraciones que se responden.


La ciudad, detrás, giraba en sus propias urgencias; la nuestra iba sin prisa.


Ella tomó mi muñeca y la guió hacia su cintura otra vez, pidiéndome que la contuviera con firmeza suave.


Le dije al oído que podía parar cuando quisiera; su asentimiento fue un calor que trepó por mi garganta.


Apagué la lámpara; el círculo íntimo quedó a oscuras, pero no nuestra certeza.


El ventanal nos dibujó de perfil: dos siluetas que se buscaban a mil metros de altura y a dos centímetros de distancia.


Nos abrazamos sin apuro, como quienes archivan un momento para volver a él cuando haga falta.


El ascensor tardó en llegar y agradecimos ese retraso, respirando juntos en el pasillo silencioso.


Ya en planta baja, el guardia levantó la mano sin hacer preguntas; la noche sabía guardar secretos.


Afuera, el viento tibio del boulevard nos despeinó un poco y nos acomodó el ánimo.


—Mañana, misma hora —propuso Martina, con esa media sonrisa que ahora conocía bien.


—Mañana —confirmé, y la vi alejarse con la última luz de la oficina aún encendida dentro de mí.