El bar estaba lleno, pero la terraza en la azotea era un refugio tranquilo. La ciudad se extendía iluminada ante nosotros y la música suave se mezclaba con el murmullo lejano del tráfico.
Estaba apoyado en la baranda cuando Paula, una conocida de viejas fiestas, apareció con dos copas. Llevaba un vestido ajustado y el cabello suelto, moviéndose con confianza.
—Hace tiempo que no coincidimos —dijo, entregándome una copa. Brindamos y comenzamos a conversar.
El viento movía su vestido, y en un momento se acercó lo suficiente para que nuestras manos se rozaran. La chispa fue inmediata.
Me besó sin previo aviso, suave al principio, luego con intensidad. Sus labios sabían a vino tinto y a peligro.
Mis manos recorrieron su espalda, bajando hasta sus caderas. Ella respondió apretándose contra mí, dejando claro que no quería detenerse.
Nos movimos hacia una esquina oscura de la terraza. Paula se giró, apoyando las manos en la baranda y mirándome por encima del hombro con una sonrisa traviesa.
Subí su vestido y aparté su ropa interior, penetrándola lentamente mientras la ciudad brillaba bajo nuestros pies.
El sonido lejano de la música se mezclaba con sus jadeos. Mis manos acariciaban sus pechos mientras aumentaba el ritmo.
Su primer orgasmo llegó rápido, arqueando la espalda y apretándome con fuerza.
La giré para besarla y me arrodillé, lamiendo su intimidad mientras ella se aferraba a mi cabello, temblando.
Su segundo orgasmo fue más intenso, con un gemido que ahogó mordiéndose el labio.
Me incorporé y la volví a penetrar, esta vez con sus piernas alrededor de mi cintura, contra la baranda.
El vértigo y el placer se mezclaban en una sensación única. Yo estaba al borde, y un último embate me llevó al clímax.
Nos quedamos abrazados, mirando las luces de la ciudad. Paula sonrió y dijo: —Esta terraza es mucho mejor que cualquier pista de baile.
Sabía que ese rincón quedaría marcado como nuestro lugar secreto.