Era tarde en la noche y la casa estaba en silencio. Me había quedado trabajando en mi estudio, revisando documentos, cuando escuché un leve golpeteo en la puerta.
—¿Puedo pasar? —era Valeria, la esposa de mi hermano. Llevaba una bata de satén que apenas cubría sus muslos. Asentí, intentando mantener la calma, aunque mi mente ya se llenaba de pensamientos prohibidos. Se acercó lentamente, dejando que el suave roce de su bata revelara destellos de piel. Su perfume llenó el espacio y sentí un calor creciente en mi interior. —No podía dormir… —susurró, mirándome a los ojos con una mezcla de inocencia y deseo. Le ofrecí asiento, pero en lugar de sentarse en la silla frente a mí, rodeó el escritorio y se acomodó en el borde, muy cerca. Sus piernas se cruzaron, y el movimiento hizo que la bata se abriera un poco más, revelando la curva de su muslo. —¿Quieres un café? —pregunté, intentando distraerme. —Prefiero algo más… intenso —respondió con una sonrisa traviesa. Su mano se posó sobre la mía, y luego la llevó lentamente hacia su muslo. El calor de su piel me quemaba. No resistí más. Me incliné y la besé, sintiendo cómo sus labios se abrían para recibirme. Su lengua se enredó con la mía en un beso profundo. Mis manos recorrieron su cintura y subieron hasta sus pechos, palpando su firmeza mientras ella gemía contra mi boca. La bata cayó de sus hombros, revelando un conjunto de lencería negra que parecía diseñado para provocar. La tomé por la cintura y la senté sobre el escritorio, empujando los papeles a un lado. Sus piernas se abrieron invitándome. Me arrodillé y aparté su ropa interior con los dientes, dejándola expuesta ante mí. Su aroma me envolvió antes de que mi lengua tocara su clítoris. Valeria arqueó la espalda, aferrándose al borde del escritorio mientras yo lamía y succionaba con dedicación. Mis dedos se unieron a la tarea, penetrándola lentamente mientras mi lengua dibujaba círculos sobre su punto más sensible. Sus gemidos eran cada vez más intensos, hasta que su cuerpo se tensó y llegó a un orgasmo que la dejó sin aliento. Me levanté y ella, aún jadeando, llevó sus manos a mi cinturón. Liberó mi erección y comenzó a acariciarme con suavidad.