Todo comenzó durante unas vacaciones familiares. Mis padres me enviaron a pasar unos días en la casa de mis tíos, y allí volví a ver a Marcos, mi primo. Siempre habíamos tenido una relación cercana, pero esa semana todo cambió. Él había crecido, se veía más seguro, y su manera de mirarme tenía algo distinto, algo que me descolocaba.
La primera noche cenamos todos juntos y, mientras los adultos hablaban en la sala, Marcos y yo nos refugiamos en su habitación para ver películas. La tensión era evidente: estábamos demasiado cerca en el sofá, nuestras rodillas se rozaban, y el silencio entre palabra y palabra se hacía cada vez más pesado.
Fue él quien rompió la barrera. En medio de la película, se inclinó y me besó. Me quedé helada, pero en lugar de apartarme, respondí con la misma intensidad. La culpa y el deseo se mezclaban en mi interior, pero el calor del momento me arrastraba sin remedio. Pronto, nuestras manos empezaron a recorrer caminos prohibidos, y el tiempo desapareció.
Lo que ocurrió después fue un torbellino de sensaciones. Entre risas nerviosas y respiraciones agitadas, nos descubrimos como nunca antes. Era peligroso, lo sabíamos, pero eso solo lo hacía más intenso. El secreto compartido nos unía más de lo que jamás lo había hecho la sangre.
Al amanecer, aún con el corazón acelerado, nos miramos en silencio. Sabíamos que lo que había pasado no debía salir de esa habitación, pero también entendíamos que había cambiado algo para siempre entre nosotros. Fue un secreto que marcó el resto de ese verano y que, incluso hoy, sigue ardiendo en mi memoria.