Me llamo Elías y tengo 28 años. Nunca imaginé que el regreso a casa después de tantos años en el extranjero me pondría en una situación tan ardiente. Al llegar, mamá me recibió con su calidez de siempre, pero lo que no esperaba era la transformación que había tenido mi hermana menor, ahora una mujer hecha y derecha con curvas que hacían difícil mirar hacia otro lado.
Todo comenzó una noche de tormenta. El ruido de los truenos la asustó y corrió a mi cuarto buscando consuelo. Llevaba un camisón ligero que dejaba poco a la imaginación. Se metió en mi cama y se pegó a mí con una inocencia que se desmoronó en el instante en que nuestras miradas se cruzaron y su mano comenzó a explorar por debajo de la sábana.
La temperatura subió de inmediato. Su boca buscó la mía con urgencia, y nuestros cuerpos se entrelazaron como si lo hubiéramos deseado desde siempre. La besé con hambre contenida y deslicé mi lengua por su cuello mientras ella jadeaba y se abría para mí. Mi lengua recorrió cada centímetro de su piel, bajando lentamente por su vientre hasta encontrar su humedad ardiente. Le hice el amor con la pasión de los años reprimidos, con mi boca y luego con cada embestida profunda que la hacía gemir sin pudor alguno.
Aquel techo, que había sido testigo de nuestras infancias, ahora era cómplice de un deseo prohibido pero inevitable. Esa noche no hubo vuelta atrás. Nos entregamos una y otra vez, hasta el amanecer, sabiendo que algo había cambiado para siempre. Nadie más debía saberlo. Pero cada noche, cuando todo dormía, sus pasos volvían a mi habitación, y mi deseo se desataba con la misma furia.