Me llamo Joaquín, tengo 24 años, pero esto ocurrió cuando tenía 20 años. Aquel verano lo pasé en casa de mi tía Xiana, la hermana menor de mi madre. Era joven para ser tía, apenas pasaba los 35 años, siempre bronceada, con vestidos cortos y un cuerpo de esos que parecen esculpidos por el sol. Vivía sola y me recibía cada año como si fuera su hijo… aunque yo empezaba a verla con otros ojos.
Una tarde calurosa, después del almuerzo, me ofreció compartir la siesta en su habitación con aire acondicionado. Me acosté en la cama, a su lado, en ropa interior. Ella también. Noté cómo su bata abierta dejaba ver sus senos sin sostén. Mi respiración se aceleraba, y ella lo notó. Se giró hacia mí y colocó su mano sobre mi abdomen. “¿Nunca nadie te enseñó a relajarte de verdad?”
Sus dedos bajaron hasta mi bóxer. Me lo quitó lentamente y sonrió al ver mi erección. “No tengas miedo, solo siente.” Se inclinó y comenzó a lamerme con suavidad. Su lengua recorría mi miembro con movimientos pausados, saboreando, jugando con la punta. Me sujetó las piernas, y sin dejar de mirarme, se lo tragó entero. Gemí. Era la primera vez que alguien me hacía algo así… y era mi tía.
La fantasía de años se hacía realidad. Me dejé llevar. Su ritmo aumentó, su lengua giraba alrededor con maestría, me escupía y volvía a lamer. Cuando estuve a punto de correrme, se detuvo. “Aún no. Ahora quiero que tú me pruebes.” Se quitó la ropa por completo y se recostó con las piernas abiertas. Me acerqué, temblando, y comencé a lamerla. Su aroma era dulce, su humedad irresistible. Me guió con la mano en mi nuca, marcando el ritmo. Gritaba mi nombre mientras yo la devoraba.
Me corrí apenas terminó su orgasmo, sin necesidad de tocarme. Me miró sonriente, me acarició el rostro y dijo: “Eso, sobrino… fue solo el comienzo.” Desde entonces, las siestas nunca volvieron a ser tranquilas. Y Xiana… dejó de ser solo mi tía.