La Secretaria Privada del Jefe

 

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Cuando conseguí el puesto como secretaria personal del señor Ortega, sabía que estaba entrando en terreno delicado. Él no era cualquier jefe: era el dueño de la empresa, un hombre de 50 años, apuesto, autoritario, de esos que imponen respeto con solo entrar a una sala. Desde el primer día me trató con una mezcla de profesionalismo y tensión que me dejaba confundida. Me pedía reportes en persona, me hacía acercarme más de lo necesario, y más de una vez me miró los labios mientras yo hablaba.

Una tarde de viernes, ya casi a las siete, todos en la oficina se habían ido. Él me pidió quedarme para “revisar un documento urgente”. Al entrar a su despacho, la luz tenue, el whisky sobre su escritorio y la música suave me dejaron claro que ese “documento” era otra cosa. Me ofreció una copa y me pidió que me sentara en su regazo. Dudé por un segundo, pero mi cuerpo actuó solo. Me senté sobre él, sintiendo su erección bajo mi falda ajustada.

Me miró a los ojos y me dijo: “Eres eficiente, pero aún no me has demostrado lo obediente que puedes ser.” Su voz me estremeció. Me tomó del mentón, me besó con fuerza, y sin pedir permiso, deslizó sus manos bajo mi blusa, liberando mis senos de inmediato. Su lengua los recorrió con hambre contenida, mientras yo me retorcía en su regazo, húmeda, deseosa. Me hizo ponerme de rodillas sobre la alfombra de su oficina y sacó su polla dura, gruesa y palpitante.

“Abre la boca y no dejes de mirarme”, me ordenó. Lo hice sin dudar. Me la metió hasta el fondo, sujetándome del cabello, moviendo su cadera hacia adelante con control. Me usaba como su juguete, y yo estaba feliz de complacerlo. Me la sacó chorreando y me ordenó que me diera vuelta. Me inclinó sobre su escritorio, me alzó la falda y arrancó mi tanga. “No te muevas”, dijo antes de penetrarme de golpe.

Me folló con fuerza, sin pausa, mientras tomaba notas falsas en un papel para hacerme gemir aún más. Me decía cosas sucias, me daba palmadas, me mordía el cuello. Me corrí con un grito ahogado. Él siguió embistiéndome hasta que se vino dentro, profundo, fuerte, mientras me sujetaba de la cintura. Me acomodó la ropa, me dio una nalgada final y dijo: “Eso sí es un cierre de semana productivo.”

Desde entonces, cada viernes es nuestra reunión privada. Ya no hace falta excusa. Y si no llego a tiempo, sé que mi castigo… será aún más duro.