Mi nombre es Gastón, tengo 19 años, y esto ocurrió en el último verano antes de entrar a la universidad. Mis padres me dejaron una semana entera en casa de una vieja amiga suya, Ámbar, para que me enfocara en estudiar. Ella tenía 42 años, piel tersa, cuerpo bien cuidado, cabello rojizo y una seguridad que se sentía desde que abría la puerta. Era el tipo de mujer que te mira y te desarma sin tocarte. Yo la veía como una fantasía… hasta que esa fantasía se hizo carne.
La casa era tranquila, y las tardes se volvían largas. Ella solía andar por casa en pantalones cortos o camisetas sin sostén. Cada gesto suyo era una provocación que yo fingía ignorar. Hasta que una noche, mientras veíamos una película en el sofá, notó mi erección bajo el pantalón. No lo disimulé. Laura me miró seria, se acercó y me dijo al oído: “¿Nunca has estado con una mujer, verdad?” Tragué saliva y negué con la cabeza. Sonrió. “Te gustaría que fuera yo quien te enseñe?”
No dije nada. Ella se levantó, se sentó sobre mis piernas y comenzó a besarme. Su lengua invadió mi boca con una mezcla de ternura y dominio. Mis manos temblaban al recorrer su cintura. Ámbar se arrodilló frente a mí, bajó lentamente mi pantalón y comenzó a besar mi vientre, rozando con su nariz mi erección. “Estás a punto de descubrir algo que nunca vas a olvidar.”
Su lengua tocó la punta con una dulzura que me hizo gemir. Luego se lo metió entero en la boca, comenzando un vaivén suave, húmedo, que me dejaba sin aire. Me miraba desde abajo mientras me chupaba con destreza, como si estuviera enseñándome algo más que placer físico. Mis piernas temblaban, mi cuerpo entero ardía. A cada movimiento, mi cadera respondía sola. Cuando estuve a punto de correrme, ella apretó la base de mi miembro, me miró y dijo: “No todavía. Quiero que lo sientas hasta el fondo.”
Me recostó en el sofá, se quitó la camiseta, dejando ver unos pechos firmes, grandes, de pezones duros. Se subió sobre mí y me rozó con su entrepierna, sin penetrarme. “Hoy solo tú recibes. Este placer es tuyo, y mío el poder de dártelo.” Me hizo acabar en su boca, lentamente, tragando cada gota sin dejar de mirarme. Luego me abrazó y dijo: “Ahora ya no eres un simple niño. Pero todavía tengo muchas cosas que enseñarte.”
Ese fue solo el comienzo. Durante toda esa semana, Ámbar me convirtió en su alumno privado. Aprendí cosas que jamás imaginé… y ninguna lección fue aburrida.