Cuando mi padre se casó con Ángela, no imaginé que acabaría deseándola. Ella tenía 39 años, una belleza explosiva, curvas de infarto y un carácter fuerte que imponía. Yo acababa de cumplir 18 años, y cada vez que pasaba cerca de ella sentía mi cuerpo arder. Usaba ropa ajustada, dormía con camisones transparentes, y sus miradas hacia mí eran cada vez más largas… intensas.
Una tarde, mientras mi padre estaba de viaje, Verónica me pidió que la ayudara a cerrar el vestido. “¿Te gusta cómo me queda?”, me dijo mientras me mostraba su escote. Me quedé muda. “Eres preciosa, ¿sabes? Nunca nadie te ha tocado como mereces…” Me besó sin aviso. Su lengua se metió en mi boca y sus manos bajaron por mi cintura hasta mis nalgas. “Voy a enseñarte a disfrutar.”
Me llevó a su habitación, me desnudó poco a poco, besando cada parte de mi cuerpo. Me tumbó en la cama y empezó a lamer mi entrepierna con una suavidad que me hizo gemir desde el primer segundo. “Estás mojada como una buena chica traviesa…” Me metió los dedos mientras me chupaba el clítoris. Me corrí gritando su nombre, temblando.
Después se quitó el vestido, se acostó boca arriba y me guió para que hiciera lo mismo con ella. “Quiero sentir tu lengua, hija mía…” La lamí como me había enseñado, suave al principio, con más pasión después. Se vino agarrando mi cabeza con fuerza. Dormimos abrazadas. Y desde entonces, cada vez que mi padre se va… vuelvo a aprender.