Tenía 18 años recién cumplidos y aún vivía con mis padres. Siempre fui callado, reservado, el tipo de chico que pasa desapercibido. Mi vida cambió el día que mis padres salieron de viaje y me dejaron solo por todo un fin de semana. Era la oportunidad perfecta para invitar a mi mejor amiga, Clara, a ver películas en casa, como solíamos hacer. Ella tenía 20, estudiaba medicina y era hermosa sin proponérselo: morena clara, ojos grandes, labios carnosos y una figura que me costaba no mirar.
Llegó en short y camiseta sin mangas, descalza, como si estuviera en su casa. Nos sentamos en el sofá, comenzamos la maratón de películas y todo iba normal... hasta que nuestras piernas comenzaron a rozarse más de lo habitual. A cada contacto, sentía cómo mi cuerpo reaccionaba. Ella lo notó. Me miró en silencio y me dijo: “¿Alguna vez te han besado de verdad?” Yo solo negué con la cabeza. Se acercó, colocó su mano sobre mi pecho y me besó suavemente, pero con decisión.
Su lengua entró en mi boca sin pedir permiso. Me temblaban las manos. Ella me tomó las muñecas y las puso sobre sus muslos desnudos. “No tengas miedo”, susurró. Me guió, me hizo acariciarla mientras su respiración se aceleraba. Luego se quitó la camiseta, revelando unos senos perfectos y erguidos. Los tomé con delicadeza, como si fueran de cristal. Ella se rió y se sentó sobre mí. Comenzó a mover sus caderas, frotándose contra mi erección que ya palpitaba bajo el pantalón.
Me bajó la ropa interior y la acaricié por debajo del short. Estaba mojada, caliente, receptiva. Me guió con sus dedos y se acomodó sobre mí, llevándome dentro poco a poco. Su cuerpo me envolvió con lentitud, mientras jadeaba y me miraba a los ojos. “No te muevas… solo siente”, me dijo. Yo no podía creer lo que estaba pasando. Suave al principio, con movimientos lentos, me hacía experimentar sensaciones que jamás había imaginado. Luego, empezó a cabalgar con más ritmo, gimiendo mi nombre, agarrando mi cuello con fuerza, pidiéndome más.
Me vine sin poder controlarlo, mientras ella se estremecía en un orgasmo largo, húmedo, intenso. Se dejó caer sobre mi pecho, ambos sudando, respirando agitados. Nos quedamos abrazados en silencio. Después de unos minutos, me miró y dijo: “Ahora sí… te besaron de verdad.” Esa noche repetimos una y otra vez, hasta que salió el sol. Desde entonces, cada vez que nos vemos, sabemos que ya nada volvió a ser como antes.