Mi nombre es Diego, y esto pasó cuando tenía 19 años. Vivía con Carmen, la mujer que me crio desde niño tras la muerte de mis padres. Nunca fue mi madre biológica, pero me cuidó como si lo fuera… hasta que algo entre nosotros cambió. Siempre fue hermosa, de curvas firmes, labios carnosos y mirada profunda. Notaba cómo me miraba diferente desde que cumplí los 18 años, pero nunca me atreví a imaginar lo que sucedería esa noche.
Estaba viendo una película en el sofá, cuando ella apareció con un cárdigan abierta, dejando ver su ropa interior negra. “¿Tienes novia?”, me preguntó. Le dije que no. “¿Y ya te estrenaste?” Sonreí, nervioso. Ella se acercó, se sentó a mi lado, y puso una mano en mi pierna. “No quiero que vayas por ahí con cualquiera… yo puedo enseñarte cómo se hace bien.”
No dije nada. Mi polla ya estaba dura bajo el short. Ella lo notó y se arrodilló frente a mí. “Relájate, bebé.” Bajó mi ropa y me la agarró con suavidad. Su lengua empezó a recorrerla lentamente, mientras me miraba a los ojos. Me la chupó como una experta, húmeda, profunda, hasta que estallé en su boca. Se tragó todo. “No hemos terminado.”
Me llevó a su cama, se quitó la ropa y se abrió de piernas. “Ven, quiero que aprendas a lamerme como un hombre.” Me guio con la lengua, gimiendo mientras yo la saboreaba entera. Me moví por instinto, por deseo, hasta que ella se arqueó de placer. Luego se subió sobre mí y me guió dentro de ella. Fue lento, cálido, perfecto. “Ahora sí, Diego… ya eres un hombre.”