La noche en la playa desierta

 

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Había planeado pasar la noche acampando solo en una playa alejada. La luna llena iluminaba las olas y la brisa era suave. Mientras encendía una pequeña fogata, vi una silueta acercándose por la orilla. Era una mujer alta, de piel bronceada y vestido ligero que el viento movía con libertad.

—Pensé que no había nadie más aquí —dijo sonriendo. Se presentó como Daniela y me explicó que vivía cerca y que le gustaba caminar por la playa de noche.

Conversamos sentados junto al fuego, y el sonido de las olas parecía marcar el ritmo de nuestras palabras. Sus pies descalzos rozaban la arena húmeda, y cada vez que sonreía, sus ojos brillaban con un matiz travieso.

En un momento de silencio, se inclinó para tomar un trozo de leña y nuestras manos se tocaron. Fue un roce breve, pero cargado de electricidad. Me miró sin apartar la vista, como esperando mi siguiente movimiento.

La atraje hacia mí y nuestros labios se encontraron en un beso profundo, lleno de deseo. Su vestido se deslizó con facilidad, revelando un cuerpo que parecía esculpido por el sol y el mar.

Me arrodillé ante ella, besando sus muslos y subiendo lentamente hasta su centro. La arena fría contrastaba con el calor de su piel. Su respiración se volvió más agitada con cada caricia de mi lengua.

Se sentó sobre mis piernas y me abrazó fuerte, presionando su cuerpo contra el mío. Su olor a sal y perfume mezclados me embriagaba. Deslicé mis manos por su espalda hasta bajar a sus caderas.

La giré suavemente y la incliné sobre una manta que había extendido junto al fuego. Entré en ella lentamente, disfrutando de la sensación mientras el sonido de las olas se mezclaba con sus gemidos.

Mis manos acariciaban sus pechos mientras mantenía un ritmo constante. Daniela movía sus caderas para recibirme más profundo, mordiéndose el labio para contener los sonidos.

Me pidió que no parara y aceleré el ritmo. Su cuerpo comenzó a temblar, y pronto un orgasmo intenso la recorrió de pies a cabeza. Se dejó caer sobre la manta, jadeando.

No le di mucho tiempo para recuperarse. Me incliné sobre ella y comencé a besar su cuello, bajando por su torso hasta volver a probar su humedad.

Daniela arqueó la espalda, gimiendo sin poder contenerse. Sus manos se aferraban a mi cabello mientras mi lengua y mis dedos la llevaban al borde otra vez.

La volví a penetrar, esta vez de rodillas sobre la manta. La tomé por las caderas, sintiendo el impacto de nuestros cuerpos una y otra vez.

El fuego iluminaba su piel sudorosa y la arena pegada a sus piernas, dándole un aspecto salvaje y prohibido.

Mi propio clímax llegó con fuerza, derramándome en ella mientras la abrazaba desde atrás. Permanecimos así, con la respiración acelerada y el mar como único testigo.

Nos tumbamos juntos bajo las estrellas, y ella apoyó la cabeza en mi pecho. —No suelo hacer esto —susurró—, pero esta noche… no podía evitarlo.

Sonreí, acariciando su cabello, sabiendo que esa noche quedaría grabada para siempre en mi memoria.

Cuando me levanté al amanecer, Daniela ya no estaba. Solo unas huellas en la arena probaban que había sido real.