La boda de mi primo fue un evento familiar que nadie se quiso perder. Era en una gran finca a las afueras, música en vivo, bufé libre… y entre los invitados, ella. Mi madrina. Bueno, técnicamente no era mi madrina de bautizo, sino la mejor amiga de mi madre, que siempre me trató como a su ahijado. Beatriz, una mujer de 45 años, elegante, provocativa sin proponérselo, con un vestido de satén rojo que dejaba ver sus curvas sin pudor. Desde que llegué, no dejaba de mirarme. Me abrazó como si hubieran pasado años, sus senos presionados contra mi pecho me dejaron sin aire.
Durante la fiesta, bailamos varias veces. Se notaba que estaba coqueta, insinuante. Pero fue en la madrugada, cuando los demás dormían o estaban ebrios, que todo cambió. Me encontró en la cocina, solo, sirviéndome un poco más de vino. Cerró la puerta y se acercó lentamente. “¿Sabes cuánto has crecido?”, me dijo. Le respondí con una sonrisa, pero no dije nada. Ella se acercó más. Me acarició el rostro, y sin decir nada más, me besó. Su lengua invadió mi boca, sus uñas arañaban mi nuca, y su cuerpo ardía contra el mío.
Me empujó contra la mesa, se subió de un salto, levantó su vestido y se deslizó la tanga por las piernas. No me dio tiempo de pensar. Me sacó mi polla con manos expertas y la acarició con sus muslos hasta que estuvo más dura que nunca. La guió hacia su entrada, húmeda y caliente. Bajó lentamente sobre mí, gimiendo en voz baja, mordiéndose el labio. Me montaba con lentitud, con sabiduría, apretándome desde dentro como si su vagina estuviera diseñada para mí. Me hablaba al oído: “Siempre soñé con esto. Desde que tenías 18. Y ahora eres mío.”
Cambiamos de posición, la puse de espaldas sobre la mesa y le abrí bien las piernas. Su cvagina brillaba entre sus labios mojados. La penetré con fuerza, mientras ella se aferraba a los bordes y pedía más. Le chupé los pezones, le di nalgadas, y la follé con hambre acumulada por años. Me pidió que la usara, que la llenara como su marido nunca lo hizo. Y así lo hice. Me corrí dentro, profundo, sintiendo su cuerpo temblar bajo el mío.
Después, se arregló el vestido, se sentó en la mesa y se sirvió otra copa. Me miró y dijo: “Ahora ya sabes por qué siempre quise ser tu madrina.” Desde ese día, cada evento familiar es una excusa más para vernos a escondidas. Nadie lo sospecha. Pero cada vez que me llama “mi niño”, sé que esa noche habrá otra misa… entre sus piernas.